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Vancouver amigable

Ubicada en la costa del Pacífico de Canadá, es un lugar con una agradable intromisión de la naturaleza y que se entreteje con tierras que aún no han sido totalmente domadas
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03 de septiembre de 2017 a las 05:00
Timothy Taylor
New York Times News Service


Vancouver tiene lo que se podría llamar un aire para la improvisación. La ciudad se va forjando sobre la marcha porque todos somos realmente por completo aprendices aquí, excepto, por supuesto, los pueblos Musqueam, Squamish y Tsleil-Waututh en cuyo territorio no cedido se ha construido y sigue construyéndose todo el proyecto de Vancouver.

Vancouver fue idea de mi padre. Hijo de un herrero irlandés, armado con un título de ingeniero, había vivido en todo el mundo; un joven inquieto que había terminado en Guayaquil, Ecuador, donde conoció a mi madre, una sobreviviente del Holocausto cuya familia había llegado a esas costas improbables. Una docena de años después tras vivir en Brooklyn Heights, Nueva York, y en Jackson, Michigan, la familia se encontró en San Tomé, Venezuela, donde (en mi imaginación, al menos) mi padre contó a cinco hijos a la mesa una mañana y decidió que quizá era hora de sentar cabeza. Veo su dedo recorriendo su camino hacia el oeste sobre un mapa de Canadá, donde los nombres de las ciudades y las localidades se hacían cada vez menos conocidos. Cuando se le acabó el continente, encontró su lugar.

Terminal City, le decían. El final de la línea porque el transcontinental Ferrocarril del Pacífico Canadiense terminaba aquí.

Pero era una última parada en otros sentidos también, forjada en medio de un bosque tropical que parecía listo para engullirla. Aun se le puede ver así, con la naturaleza proliferando alrededor de la ciudad. Al norte, la Montaña Garibaldi coronada por la nieve, con sus laderas arboladas que descienden hacia un océano azul cobalto, gaviotas que chillan por encima de las olas aún llenas de peces. Visto desde la arena con guijarros de la Playa Kitsilano, el horizonte puede parecer ocasionalmente un espejismo destellante, una línea de cristal espejeado suspendida entre lo que hay abajo y arriba, algo reciente y provisional, que refleja lo que es permanente a su alrededor: el cielo y las montañas, el mar interminable.

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Eso es, de hecho, lo que muchas personas notarán primero sobre este lugar, la agradable intrusión de la naturaleza y la forma en que la ciudad se entreteje con las tierras no totalmente domadas todavía. Los pumas aún visitan los patios traseros en el norte y oeste de Vancouver. Uno leerá del extraño ataque de un oso y, más frecuentemente, de excursionistas que tienen que ser rescatados de esas montañas pintorescas. Se verán grupos de orcas frente a las playas y coyotes en los bosques cercanos a la Universidad de Columbia Británica.

Tsugas occidentales, cedros rojos, pinos Douglas y píceas Sitka. Tengo varias excursiones favoritas que pueden usarse para propósitos profundamente restauradores. En Stanley Park, tome el Sendero Bridle hacia el bosque, deténgase donde el camino cruza Tatlow Walk y encontrará algunos de los árboles más altos de la ciudad. Un pino Douglas alcanza más de 60 metros de altura y 2,5 metros de ancho; una hilera de cedros cubiertos con una gruesa capa de musgo se levanta entre los arándanos y los helechos. Podría encontrar que se olvida de la ciudad más grande, cuyos sonidos se apagan en un susurro entre estos árboles, mientras el viento produce un ruido blanco en las copas, una sensación de estar respirando eras.

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La extravagancia de Vancouver se puede ver en las notables fotografías a color de mediados del siglo XX de Fred Herzog, cuya obra cuelga en la Equinox Gallery, y sin cuya referencia se puede decir que no se puede entender realmente a la ciudad. En las tomas de las calles atestadas del centro, los rebosantes escaparates de las tiendas y un pululante litoral, Herzog, que era un joven inmigrante alemán en ese entonces, muestra una ciudad que vigorosamente se inventa, se construye, se consume. Actualmente, nos enseñan a ver el consumismo y los anuncios con escepticismo. Pero las fotos de Herzog de un hombre que hojea revistas en un puesto de periódicos y de los densos bosques de letreros comerciales de neón que flanqueaban la calle Granville son ahora irónicas.

Hemos llegado demasiado tarde al juego de la construcción de ciudades para tener mucho que represente tradiciones. Tenemos el nado del oso polar. Tenemos un reloj de vapor en Gastown al que los turistas les gusta fotografiar. Tenemos algunos edificios de oficinas y hoteles en todo nuestro centro de la ciudad, unas cuantas construcciones de cada era arquitectónica que la ciudad ha visto pasar.

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Esto parece reflejar una falta de planificación, aunque eso no es tan cierto tampoco. Existe el vancouverismo, un conjunto de principios de planificación que da paso a altas torres residenciales, corredores de paisajes, muchos parques. La ciudad es amigable con los inmigrantes y nuestras calles reflejan eso. Solo un poco más de la mitad de nosotros somos caucásicos. Visite Gastown y contará los distintos idiomas que escuche a lo largo de la calle Hastings, pasando el céntrico campus de la Universidad Simon Fraser hasta la Plaza Victoria: árabe, japonés, coreano, mandarín, portugués, español.

La cocina de Vancouver es totalmente producto de la inmigración y las ideas de las nuevas generaciones. Pero donde esta ciudad realmente come, por mi dinero, es en el extremo informal. Todos somos conocedores del dim-sum-taco-sushi-tapas-kimchi-ramen-robata en esta ciudad. Por mucho tiempo, cuando mi oficina estaba cerca, el principal lugar para comer en la ciudad era La Taquería, un local de tacos ubicado en la calle Hastings y operado por veinteañeros mexicanos reubicados que originalmente vinieron aquí para estudiar inglés.

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Un hermoso problema

Elegimos la libertad en esta ciudad, incluidas todas sus complicaciones que le acompañan.
Al final, ese seguirá siendo el hermoso problema que Vancouver seguirá teniendo.

La gente seguirá viniendo aquí y conformando sus historias sobre la marcha. Y si la sensación de falta de permanencia nos alcanza ocasionalmente, lo cual sucederá cuando envejezcamos, cuando nos veamos aún más claramente, más sobriamente, más compasivamente conscientes de todo lo que aún no hacemos bien , entonces los vancuveritas podremos tomarnos un momento para elevar los ojos más allá de la ciudad hacia esas elevadas montañas, al fresco entramado de la nieve.

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Fotografiaremos a los pumas que aún merodean por ahí, a los árboles mecidos por el viento. Nos veremos a nosotros mismos como si estuviéramos en una costa de guijarros, un espejismo atrapado entre lo que está arriba y abajo: una obra en progreso que avanza sobre la marcha y de manera improvisada.

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