Opinión > OPINIÓN / ÁLVARO DIEZ DE MEDINA

Nuestro desamor por las instituciones

La libertad de expresión de los ciudadanos está recortada por el arbitrio del aparato estatal y de aquellos que lo controlan o quieren controlarlo
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24 de junio de 2017 a las 05:00
Es un libro que ha hecho su impacto en casi todo el mundo salvo, claro, en rincones como el que parece que quisiéramos terminar por convertir a Uruguay. Se titula Por qué fracasan los países. Los orígenes del poder, la prosperidad y la pobreza. Fue publicado en 2012 por Daron Acemoglu y James A. Robinson.
¿Tesis? Que no es la geografía, la cultura, la base económica, las que condicionan la prosperidad o inequidad de las naciones, sino la calidad de sus instituciones políticas, en el camino de hacer a los gobiernos responsables frente a sus electores y, por ende, concentrarlos en la tarea de contribuir a su libertad y prosperidad.

Leerlo es confrontar variadas experiencias históricas y, al tiempo, comprobar cómo han contribuido las elites políticas uruguayas por degradar la calidad institucional de la República, privándola de su condición de herramienta para mejorar la vida de sus ciudadanos.

¿Por dónde comenzar?

Ignacio Bartesaghi ha consignado, en esta misma página, el despropósito de que fuera el presidente del Frente Amplio quien anunciara el cambio de la política nacional en materia arancelaria, y que lo hiciera en la abstención de un presidente de la República y un ministro de Relaciones Exteriores que hacía apenas horas hacían gárgaras de fe en el libre comercio.

Quienes, por ende, estén analizando la posibilidad de emprender una inversión en el país hoy ya lo saben: todo puede mudar, de un día al otro, por obra y gracia de su ávido fisco.

A esta degradación institucional le podemos, claro, encontrar su explicación: la bomba clientelar que el frenteamplismo ha instalado en la estructura del Estado. No hay modo ya de esconderla: son más de 293 mil cargos públicos, alimentados en 2016 a razón de seis contratos diarios. Ritmo que seguirá engrosando los cerca de 65 mil con los que el Frente Amplio ha cargado a la producción, la productividad y el empleo desde 2004.

Para el neofrenteamplista director de Servicio Civil estos "vínculos" públicos corresponden a "brazos" de ejecución de un programa.

Somos, sin embargo, grandes ya, y sabemos que corresponden, en su abrumadora mayoría, a grasa presupuestal de propósito electoral, asimismo presente en los gobiernos departamentales que administran intendentes de la oposición. ¿O no debió este funcionario mismo explicar en el Parlamento a santo de qué había sido contratado su inexperiente hijo abogado como asesor ministerial en la aplicación del nuevo Código de Proceso Penal... al que, por lo que vemos, podría sentarle bien un poco más de asesoramiento?

La ya incontrolable avidez clientelar, la no menos incontrolable avidez regulatoria que conlleva, empujando a sus agentes a fiscalizarlo todo, a sujetar todo a restricciones, a imponer al contribuyente más costos de gestión, comunicación, contabilidad, representan otro elocuente aviso a los navegantes: la ola de falsos derechos y nítidos recortes del ámbito de la libertad irá en expansión, y no habrá cauce institucional que la contenga. El destino, por cierto, de todo socialismo.

La soberanía del ciudadano y su individualidad son aquí las víctimas propiciatorias. Aun cuando se aferre a los restos de garantías formales que la Constitución le reserva, será poco lo que pueda el ciudadano hacer frente a las exigencias de una adocenada sociedad así convertida en aplanadora suicida, solo alerta ante el primer signo de prosperidad a fin de desplumarlo.

Ni el sentido ancestral de las libertades podrá servir de defensa.

Un diputado nacionalista propone, sin más, la derogación de la despenalización del aborto, del matrimonio homosexual y de la venta libre de marihuana: es, de inmediato, convertido en blanco de los descomedidos ataques de sus propios compañeros de bancada, tal vez tan convencidos como él de esos postulados, pero indispuestos a someterlos al juicio de la opinión pública (excluyo, claro, a la senadora Verónica Alonso de este paso).

Si estas tres leyes fueron, en algún punto, dignas de ser debatidas... ¿qué excluye hoy del comercio de las ideas el debate sobre su derogación? Admitamos que sea hoy inoportuno llevarlas allí. O esté fuera ya de actualidad. O sea aún una intemperancia fundamentalista del proponente. ¿Pero desestimar la discusión? ¿Por qué? ¿Desde cuándo?

Similar situación se da en el caso del fallido intento por homenajear la memoria del Tte. Gral. Gregorio Álvarez en el ámbito estrictamente privado del Centro Militar. ¿Qué lo impide? ¿Qué nos impide, en general, conmemorar en nuestros hogares, clubes, parrilleros o baños, a las figuras públicas de nuestra elección, por repugnantes que puedan resultarles a los demás? ¿Qué conmoción y daño público surge de rendir tributo a la memoria de un dictador empeñado en perpetuar una dictadura, que no surja de, por ejemplo, rendirle tributo a Raúl Sendic Antonaccio?

Si la hipocresía en el caso de la propuesta derogación de normas es manifiestamente electoralista, la hipocresía en el caso de la placa en el Centro Militar también lo es: el furor lo despierta la inoportunidad de desvelarla en momentos en que se analiza en el Parlamento la reforma del sistema previsional militar. ¿Qué se está diciendo? ¿Que deben canjearse convicciones por jubilaciones?
Lo que quiere decirse, en ambos casos, es que la libertad de expresión de los ciudadanos está recortada por el arbitrio del aparato estatal y de aquellos que lo controlan o quieren controlarlo: saquémonos, pues, las máscaras de defensores de los "derechos sociales" y las "libertades democráticas", que acá somos pocos y nos conocemos.

La irresponsable decisión de convertir a esta y la próxima Rendición de Cuentas en pequeñas leyes presupuestales abiertas a la rebatiña corporativa. La aceptación sin más de la permanencia en su cargo de un vicepresidente convertido en una figura de embarazoso escarnio. Los graznidos descriminalizadores que se oyeran en el Senado en procura de evitar dos o más procesamientos, al tiempo que se intenta, a la chita callando, agravar las penas en casos de defraudación tributaria.

La bovina indiferencia con la que se recibe la alegación de que un expresidente de la República y un exministro podrían haber sido receptores de fondos rapiñados. Todo ello habla a las claras.
Y lo que nos dice es que Uruguay ha decidido, a partir de 2005 (y si es que no queremos datarlo más atrás), no participar en la carrera por prestigiar sus instituciones y así hacer de ellas una herramienta al servicio de las esperanzas individuales.

Y ello, se lo decore como guste, es un proyecto indigno de hombres y mujeres libres.

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