Por estos días varios miles de productores rurales discuten y expresan su descontento. Son lecheros, ganaderos, agricultores o transportistas hartos de trabajar a pérdida o por ganancias veleidosas. Es un movimiento espontáneo y virulento, caliente en un verano caliente, fácilmente radicalizable –y por ello fácilmente vencible, como otros anteriores–.
Ya en enero de 2016 algunos miles de productores lecheros dejaron sus faenas y se concentraron sobre las carreteras del sur, en San José o Canelones. Fue una extraordinaria mezcla de bota de goma con WhatsApp, de tractor con smartphone, fiel a los tiempos corrientes. Ese movimiento sin líderes claros, como es el actual, creció por fuera de las gremiales agropecuarias, pues ellos las creen demasiado maleables.
La protesta de los lecheros de hace dos años murió por desesperanza y desorganización, el mismo mal que probablemente acabe con esta nueva floración de descontento. Los productores suelen ser más bien anárquicos, acorde a su modo de vida y dispersión geográfica.
Pero las protestas tienen un sustrato muy real, que tarde o temprano se reflejará en la economía general y, en forma más difusa y difícil de evaluar, en las tendencias políticas generales.
La cotización de los alimentos que exporta Uruguay está lejos de los récords alcanzados en torno a 2011-2013. Por distintas razones, prácticamente todos los rubros de producción agropecuaria muestran síntomas de asfixia, salvo la cadena forestal.
La agropecuaria uruguaya alcanzó una cima productiva que, al mismo tiempo, puede ser su punto de inflexión.
El abultado ingreso de dinero al país por el gran volumen de exportaciones, el auge del turismo y la especulación financiera, hace que el dólar esté barato. Los productores reciben menos dinero, en tanto sus costos suben. Buena parte de ellos no obtiene ganancias, por lo que sobrevive comiéndose poco a poco su capital. Los ganaderos y lecheros son cada vez menos y el área agrícola (soja, trigo, cebada, arroz, maíz, sorgo) cae en picada. La depresión se extiende a los trabajadores, los transportistas y toda la cadena de proveedores y servicios.
Resiste el productor más eficiente y austero, y quien tiene espaldas anchas y acumuló durante la bonanza. Pero las clases media y baja, que son la enorme mayoría, están bajo fuerte presión. El endeudamiento y la morosidad han crecido mucho, lo que asusta y deprime a las personas.
Las tarifas públicas y los impuestos molestan mucho más cuando la rentabilidad es baja o nula. El arte de cobrar impuestos consiste en desplumar a la gallina sin matarla.
El precio de los combustibles en Uruguay es elevado hasta el ridículo, al igual que el costo de los vehículos y maquinarias y su mantenimiento.
El campo uruguayo ha sufrido enormes transformaciones en los últimos tres lustros y un gran aumento productivo. Más del 40% de los predios de uso agropecuario cambió de dueño y el precio de la hectárea se multiplicó por 12 entre 2002 y 2014 (aunque hay que descontar el espejismo monetario que implica la fuerte depreciación del dólar). Pero a partir de 2015 el precio de la tierra cayó mucho, al igual que las compraventas, debido a la baja rentabilidad y al retiro de inversores, especialmente argentinos.
Las tierras de menor calidad relativa fueron compradas masivamente por las empresas de la industria forestal, para producir tablas, placas o celulosa.
El gobierno poco puede hacer para devolver rentabilidad al sector, al menos en el corto plazo. Pero Tabaré Vázquez pudo reunirse con presteza con las gremiales agropecuarias para confortarlas y mantenerlas en el ruedo. Sin embargo optó –con cierta arrogancia– por darle largas, lo que enardeció y desalineó a muchos productores. Tanto el presidente como la ministra de Turismo, Liliam Kechichian, quien los calificó de reaccionarios, parecen representar los más rancios prejuicios montevideanos ante la gente de campo.
Los exabruptos políticos que se escuchan por estos días en cadenas de WhatsApp son poco representativos. Sin embargo es cierto que los productores rurales no tienen mucho aprecio por amplios sectores de políticos, sindicalistas y funcionarios públicos, a quienes ven como charlatanes acomodaticios y vividores.
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