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Por ese palpitar

La película de Luca Guadagnino es un retrato delicioso del amor en los años en que la mirada aún no entiende de cinismos ni despechos ni desencantos
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15 de febrero de 2018 a las 05:00
Era enero en un pueblo de la costa de Inglaterra. Yo tenía 17 años. Había abandonado mi verano uruguayo por un invierno inesperado del otro lado del océano. Mi padre creyó que mandarme a perfeccionar mi inglés era una buena idea. Lo fue.

Fue su acto de fe. Fue, también, mi declaración de independencia.

Las clases finalizaban después del mediodía. No había mucho plan. Solo callejear hasta que la luz se esfumara poco después de las cuatro de la tarde. Éramos un puñado de adolescentes latinoamericanos perdidos en Bournemouth. Ya casi no los recuerdo. A él sí. Era panameño. Se llamaba Benjamín. No sé cómo sucedió. Pero sucedió. Fue un romance de verano en invierno. Duró un instante, lo suficiente como para que le regalara mi bufanda más querida, para que terminara llorando como una niña (que era, aunque creía que había dejado de serlo) en el aeropuerto desplomada, derrotada sobre mi valija.

Nunca más lo vi.

Sí me vi a mí y a mi torpeza, inocencia, a mis cachetes rosados, a mi risa temblorosa en una pantalla de cine que, a veces, funciona como un espejo de otros tiempos. Porque Llámame por tu nombre es, al fin y al cabo, la historia del enamoramiento adolescente, de los primeros amores, de ese instante único en que nos creemos eternos y queremos que esa eternidad sea para siempre.

La última película del cineasta italiano Luca Guadagnino (El amante) retrata con una sutileza memorable la historia de Elio (Timothée Chalamet), un adolescente de 17 años.

Es el verano de 1983 en el norte de Italia, donde habita la familia Perlman, un retrato perfecto de la burguesía intelectual europea. Elio transita los días con el tedio propio de la edad. Lee, toca el piano obligado, se pone los auriculares del walkman y se pasa las horas escuchando las melodías que salen del cassette, nada, anda en bici y, por supuesto, coquetea con algunas de las chicas que andan por ahí.

Hasta que llega Oliver (Armie Hammer), un estudiante estadounidense en sus veinte que desembarca en la villa tana para trabajar junto al señor Perlman (Michael Stuhlbarg) que es profesor de cultura grecorromana y año a año recibe a un extranjero para que lo asista.

Oliver le da –sin ningún esfuerzo– un toque desprejuiciado al verano del viejo continente y se convierte en un imán para Elio.

¿Cuándo se enamoran? ¿Cuando Elio lo ve llegar mientras observa lo que sucede colgado de la ventana de su cuarto? ¿Cuando Oliver le dice toque una cantata de Bach en el piano? Es un proceso paulatino, de una sensualidad exquisita, repleto de instantes hermosos, de imágenes poéticas.

El filme funciona como un retrato delicioso del enamoramiento en los años en que la mirada aún no entiende de cinismos ni despechos ni desencantos.


También es un clarísimo ejemplo del subgénero literario y cinematográfico conocido como coming-of-age donde el personaje sufre determinados cambios que lo hacen crecer. Advertencia: habrá dolor. Tal como el lugar común lo indica: crecer duele. Valdría un texto aparte la conversación de Elio con su padre y la lección de entereza y sabiduría que hay detrás de algunas frases mínimas.

Como si la película no fuera suficientemente solvente con el guión y las imágenes creadas por el director y el director de fotografía, el relato se termina de construir con dos ingredientes extras imbatibles. Una banda de sonido exquisita que mezcla una serie de hits ochentosos, melodías de Maurice Ravel y la voz inolvidable de Sufjan Stevens. Y, también, una serie de escenas de baile que funcionan como un caramelo para el ojo.

En una entrevista con Vanity Fair, Guadagnino explicó estas escenas. "Creo que una mujer que baila es la imagen más impactante. Pero un hombre que baila, para mí, es la imagen más erótica. Siempre que tenga la oportunidad de poner a un hombre bailando en la pantalla, lo haré", contó.

Guadagnino también habló de la naturalidad de los actores (que, para sorpresa de muchos, se conocieron una semana antes de empezar el rodaje). "Fue un baile constante entre una puesta en escena definida y limitarte a dejar que las cosas pasen y la película respire. Yo no lo llamaría improvisación. Lo veo más como dejar que los actores sean libres de probar cosas. Es muy diferente. Cuando estoy haciendo una película me olvido del guion. No me fijo en el texto y no miro el plan de producción. Al final de cada día de rodaje le pregunto a mi ayudante qué es lo que toca grabar al día siguiente. Leo la escena y al día siguiente me concentro en hacerla realidad", dijo el director.

Llámame por tu nombre está nominada a cuatro premios de la Academia (película, guion, actor principal y canción por Mystery of Love de Sufjan Stevens). Puede que no gane ninguno. Poco importa. Dato no menor: el día de su estreno en el festival de cine de Nueva York el público aplaudió de pie durante más de diez minutos. Llámame por tu nombre se convirtió así en el filme más aplaudido de la historia del acontecimiento.

Digamos, entonces que las películas como estas, esas que nos hacen palpitar el corazón, las que nos dejan levitando por horas, las que logran que la emoción perdure por fuera de la oscuridad de la sala no necesitan de premios ni de puntajes. Alcanza con que nos hayan llevado a aquel momento en que entendimos, por primera vez, lo que significa flotar.

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