Espectáculos y Cultura > COLUMNA/EDUARDO ESPINA

Qué viejo se ha puesto el Oscar

Tras 89 ediciones, el gran premio del cine nos tiene acostumbrados a las injusticias
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03 de marzo de 2018 a las 05:00
Aunque la mona vestida de seda mona se haya quedado, aunque vayan a repetirse los mismos insoportables discursos barnizados con corrección política, y aunque lo previsible –incluso a la hora de agradecer– predomine en el 96% del show, religiosamente volveremos otra vez a sintonizar la ceremonia de entrega de los premios Oscar sin tocar el control remoto, no vaya a ser que nos perdamos un premio importante justo cuando estábamos haciendo zapping. La tradición televisiva por esta época del año es lo más parecido a una adicción a la nada envuelta para regalo. Además, como lo que veremos será lo mismo que ya conocemos de memoria, la paciencia tendrá su prueba anual e intentará terminar la noche ilesa.

Nadie en buen uso de su criterio puede esperar algo nuevo y destacado en la ceremonia de este año, pero más de uno ha de estar preguntándose qué tan aburrido, banal y hasta infumable puede ser en esta ocasión el prolongado espectáculo, en el cual lo único que pasa es gente bien vestida abriendo sobres, haciendo chistes previsibles, o subiendo al escenario para agradecer a una cantidad de familiares, amigos y compañeros de trabajo, cuyos nombres estarán escritos en un papelito. Con uno de los ganadores haciendo lo mismo ya cansa, imagínense pues a veintipico. Si no fuera porque la ceremonia es trasmitida a todo el mundo y es la tercera más vista del planeta después de los juegos olímpicos y del mundial de fútbol (que no se hacen anualmente sino cada cuatro años), esto sería lo más parecido a la fiesta de fin de año de la oficina, en la cual le dan un obsequio al compañero más querido y trabajador. Claro está, en la ceremonia de los Oscar los asistentes se visten mejor que en el asado de diciembre.

Para esta 90º edición, a diferencia de las inmediatamente previas, hay algo que auspicia un poco más de confianza respecto a lo que veremos: las nueve nominadas en la categoría Mejor película son de lo mejorcito del año. Dos de ellas, ¡Huye! y The Post: los oscuros secretos del Pentágono tienen los requisitos exigidos como para resistir airosas la prueba del tiempo. De las otras siete nadie se acordará dentro de un tiempo, incluso antes. Es una de las características de los premios Oscar: prometen la gloria y pagan con el olvido. En cada nueva edición sucede lo mismo. Y puede pasar, porque ya ha pasado, que la película ganadora sea la primera en ser olvidada, y en cambio el año 2017 desde el punto de vista cinematográfico sea recordado por algún filme que no ganó o que no estuvo nominado. La historia al respecto presenta casos contundentes para justificar este argumento. Hagamos memoria, un viaje a 50 años atrás.

En 1968 se estrenaron varias obras maestras que, con el paso del tiempo, se convirtieron en filmes clásicos. La lista, comparada con los tan pobres tiempos actuales en cuanto a uso de la imaginación, es impresionante por donde se la vea. En ese año, tan milagroso en muchos aspectos relacionados a la actividad de la mente (es la mejor forma de sintetizar tantos inolvidables hechos políticos y culturales), se estrenaron las extraordinarias: 2001: Odisea del espacio, El nadador, El bebé de Rosemary, If (Si), Érase una vez en el Oeste, Bullitt , El corazón es un cazador solitario, además La noche de los muertos vivientes y El planeta de los simios, inconmensurables en cuanto a influencia estética e impacto creativo que tuvieron en el cine futuro por haber inventado dos géneros hoy prolíficos y populares. Pues bien, ninguna de las mencionadas estuvo siquiera nominada. Las cinco finalistas fueron: Romeo y Julieta, Funny Girl, El león en invierno, Raquel, Raquel (pobre adaptación de la novela, hoy injustamente olvidada, A Jest of God, de la escritora canadiense Margaret Laurence, publicada dos años antes) y el musical Oliver!, que resultó ganador y que no ha envejecido muy bien, mejor dicho, que envejeció bastante mal. Tal es la impresión que me dio la última vez que lo volví a ver, diez años atrás.

Desde un punto de vista lógico, en caso de que los premios Oscar permitan el uso de la lógica y de un criterio riguroso para juzgar el valor del producto final, la situación de la presente edición es aún más grave que 50 años atrás. En 1968 fueron tantas las películas destacadas que resultaron ninguneadas y descartadas en favor de otras menores en cuanto a calidad cinematográfica, que en más de un sentido la situación fue escandalosa y destacó la carencia de rigor y visión de los miembros de la academia a la hora de votar. Para la presente edición, en cambio, las nueve finalistas –¡Huye!, Dunkerque, The Post, Las horas más oscuras, La forma del agua, Tres anuncios por un crimen, Lady Bird, El hilo fantasma, y Llámame por tu nombre– conforman una de las mejores nóminas de la década actual, aunque sigo creyendo que había unas cuantas –no muchas, pero sí varias– películas mejores que Llámame por tu nombre, Tres anuncios por un crimen, y Las horas más oscuras, cuyos planteos formales no van más allá de lo convencional. Las buenas actuaciones de algunos de sus intérpretes, ciertos brillos en el aspecto técnico, o algún peculiar dato sociológico o histórico de su contenido no son elementos suficientes para justificar la nominación en la categoría principal.

El Oscar cumple 90 años. Si se tratara de un ser humano llegando a esa venerable edad, la celebración ameritaría tirar la casa por la ventana. Los tiempos, sin embargo, por diferentes razones relacionadas directamente al contexto político y social de Estados Unidos en la actualidad, no dan para justificar fastos y fuegos artificiales. Seguramente van a prevalecer la sobriedad y la mesura. Ojalá. Es lo más conveniente, dadas las circunstancias. Se trata, no conviene olvidarlo, de la ceremonia de distinción de una disciplina artística y no una pasarela para vociferar de burda manera descontentos y disidencias, de escenificar con vestidos escotados y tacos altos poco convincentes maniqueísmos sobre la injusta realidad del mundo actual, los cuales terminan siendo letales para la paciencia de los televidentes. Con que el arte se imponga por sobre el tedio de la corrección política y de las imposturas ideológicas ya habrá sido un triunfo mayor, que hará más tolerable las tres horas (mínimo) de trasmisión.

También agradeceríamos mucho que los discursos de aceptación del premio fueran lo más cortos posible. Desde 2010, cada ganador tiene 45 segundos para agradecer a quien quiera. En 1968, año de grandes olvidos, se le entregó a Alfred Hitchcock el Premio Memorial Irving G. Thalberg. El eterno maestro subió lentamente al escenario, tomó la estatuilla, y dijo: "Thank you" ("Gracias"). Hizo una pausa y agregó: "Very much, indeed" ("De verdad muchas gracias"). Esas cinco palabras representan hasta la fecha los seis segundos más gloriosos y ejemplares en la historia de la maratónica ceremonia.

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