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Ríos de tinta

Numerosos escritores han creado obras literarias a partir de cursos de agua, pero Claudio Magris, con El Danubio, puso en 1986 el listón muy arriba
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18 de noviembre de 2017 a las 05:00
Según la famosa frase atribuida al filósofo griego Heráclito, nadie puede bañarse dos veces en el mismo río, puesto que la corriente incesante nunca abandona su fluir, las millones de partículas pasan y no vuelven, el segundo es infinito y a la vez único, aunque algo pareciera mantenerse. ¿Pero, dónde? ¿En el nombre? ¿En el paisaje? Jorge Luis Borges rearmó el concepto de Heráclito y postuló que el hombre mismo es no solo un río en cambio perpetuo, sino EL río, y por lo tanto también es permanencia.

Particular relación entre los escritores y los ríos. Diversas corrientes fluviales a lo largo del ancho mundo han movido las manos de muchos escribas en el correr de los siglos. A algunos los condiciona el nacimiento: muchos antes que Samuel Clemens firmara sus obras maestras con el nombre de "Mark Twain", ya miles de amaneceres y atardeceres junto al agua mágica y turbia del río Misisipi habían ingresado a sus venas. Gabriel García Márquez, nacido en Aracataca, pueblito cercano al caudaloso río Magdalena, había navegado de norte a sur y viceversa a lo largo del personaje líquido que aflora en su obra. El inglés Peter Ackroyd nació junto al Támesis y su hermoso libro Thames: a biography es un canto a la cuna, al río que atraviesa las eras y a los sucesivos seres que poblaron sus riberas. El uru-argentino Carlos María Domínguez ha abordado, física y metafóricamente, el Río de la Plata como territorio húmedo para sus novelas y sus crónicas, desde Las puertas de la tierra a Tres muescas en mi carabina.

Las experiencias de una vida marinera llevaron al polaco-británico Joseph Conrad a ambientar en el tan gigantesco como misterioso río Congo su obra más emblemática, En el corazón de las tinieblas. El alemán Emil Ludwig lo hizo con el Nilo, el eterno río de los faraones, de la antigüedad al siglo XX.

Hay muchos ejemplos más, como los cronistas que se animaron a recorrer el extenso Yangtsé de China, Javier Reverte por el Amazonas, e incluso otros, como Julio Verne, que ni siquiera necesitaron de la experiencia sensorial del cercano Sena para escribir a la distancia El soberbio Orinoco.

Este preámbulo viene a cuento porque luego de una larga búsqueda di con un ejemplar de El Danubio, del italiano Claudio Magris, un libro que me alumbra en las noches antes de que el sueño me gane los párpados y me da aliento en la quietud de la noche, cuando aparecen atisbos de insomnio.

En 1986, Magris publicó este extenso ensayo que recorre el Danubio de pe a pa, desde las inciertas nacientes en la Selva Negra alemana hasta la desembocadura en un amplio delta sobre el Mar Negro, en el litoral rumano. De la "negritud" inicial del nacimiento a la "negrura" de la muerte (si aceptamos, con Manrique, que los ríos mueren en la mar), Magris recorrió los casi tres mil kilómetros de distancia, visitó las principales capitales (Viena, Budapest, Belgrado), los pueblitos pequeños, los parques, los puertos, las costumbres y las tradiciones, no olvidó mencionar sucesos en diversos tiempos superpuestos, personajes famosos o estrafalarios, obras de arte, hechos históricos y sociales de esta línea azul en los mapas que atraviesa todo el centro de Europa y anuda la trama de una identidad multiforme.

El libro entonces diagrama un dibujo fascinante, porque es a la vez el trayecto geográfico que se bifurca hacia un pasado siempre presente en las partículas múltiples del Danubio, que podrá cambiar de nombre según el país que visite, pero no pierde la esencia de un viajero quieto, un tren inmóvil con vagones dinámicos.

Magris logra que el Danubio de Magris se transforme en un río en sí mismo, en un caudal de palabras y sensaciones, de recuerdos y vivencias que bañan los márgenes de las páginas y la experiencia del lector. Nunca he contemplado las aguas del Danubio, pero siento que ahora me acerqué a la intimidad del río. Gracias, Magris.

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