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Rusia: un viaje en el Transiberiano

Casi 145 millones de personas, 200 etnias y 11 husos horarios en un solo país. El verano quema a 40ºC, el invierno congela a -70ºC. Entender Rusia significa ir más allá de lo conocido, lejos y de la mano de su gente
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21 de marzo de 2018 a las 05:00
[Texto y fotos Germán Kronfeld]

Llueve y estoy en el medio de un parque en Moscú. Estaba divino y de repente cambió. Alrededor de los canteros de pasto se encuentran estatuas y monumentos gigantes que hoy en día se exhiben como recuerdos de la era soviética. La cantidad de agua que cae impresiona. Corremos —junto con mi hermano— intentando no caernos y nos refugiamos bajo el único techo que hay. No queda casi gente en el parque, solamente una pareja que tiene la misma suerte que nosotros. El espacio que compartimos es grande, podríamos ser muchos más, pero el parque quedó vacío, lo único que podemos hacer es mirar cómo las cortinas de agua esconden todo lo que hasta hace unos instantes veíamos.

Los minutos pasan y el silencio se rompe, se dicen algo. El ruido del agua es bastante fuerte pero no impide que escuchemos que hablan en español. Sorprendidos, les preguntamos de dónde son, sabiendo que responderían lo que siempre nos responden por el mundo: Argentina. Sin embargo, esta vez la historia es diferente. Los cuatro somos de Uruguay. En un país que es visitado por más de 30 millones de turistas, en una ciudad en la que viven casi 12 millones de personas, cuatro uruguayos cualesquiera nos reunimos bajo el mismo techo buscando refugio en un día de tormenta. De casualidad. Es mi primer día en Rusia y ya entendí todo. Por más grande y tupido de monumentos que esté el país, por más diverso y gigante que sea, lo que más va a sorprenderme son las historias que me regale su gente.

Transversal

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Estoy viajando en el Transiberiano, el tren más mítico del planeta, para conocer un país que tengo pendiente hace mucho, para descifrar nada más y nada menos que Rusia. Hace varias horas que nada se mueve, que el ruido es poco y el aire no circula. Las camas, los baños, la comida y la gente huelen igual. Llevo un mapa que tiene marcados los lugares que me propongo visitar. Conozco dos nombres solamente, al resto no puedo ni pronunciarlos correctamente. Ya estuve en Moscú y en San Petersburgo, ahora viajo hacia esa otra Rusia, la menos conocida, la real y cotidiana, esa que dicen que esconde muchísimos sabores pero que pocos nos animamos a probar.

Estoy a bordo de un tren que es un destino en sí mismo, me transporta entre lugares pero también es un lugar que quería visitar. El Transiberiano conecta Rusia de Moscú a Vladivostok desde 1904 y recorre casi 9.300 kilómetros. La construcción del recorrido total tomó 13 años y abarca ocho zonas horarias. El tren revive los pueblos en los que para y condena a aquellos que elude, por el comercio que provoca su visita (lleva de un lado a otro a más de 500 millones de pasajeros por año).

Duermo en un cuarto con dos cuchetas, en el vagón número ocho y me toca la cama más incómoda, la de arriba. Afuera hay sol pero adentro las horas son todas iguales, es como estar en el cine o en un shopping, un mundo aparte. La encargada me cuida como a un hijo, soy el único extranjero y sabe que dependo de ella para llegar a Kazán, la capital de Tartaristán. Me toca el hombro y me dice algo, llega el tiempo de ponerme la mochila y bajar.

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El clima es perfecto, estamos en verano y el tablero indica que son las once de la mañana, pero además que hay 28ºC. Me voy a hospedar en la casa de Asal, una rusa común y corriente, que conocí porque un amigo nos puso en contacto. Casi no hablé con ella, tan solo unos pocos mensajes de Whatsapp: solo sé cómo se llama y tengo marcada su dirección en el GPS. Al bajar del taxi voy a saludarla y me abraza fuerte. Siento que nos conocemos hace años, pero obviamente eso no es real. Al rato entiendo todo. Asal ama Uruguay, fue la traductora de nuestra selección de fútbol universitario cuando algunos estudiantes se fueron a jugar un mundial a su ciudad. Desde ese momento Uruguay pasó a ser, también, su lugar en el mundo. Habla un español perfecto y del nuestro, del Río de la Plata.

Con ella voy a conocer el lugar más importante de la ciudad: el Kremlin, una pequeña ciudadela amurallada en donde se encuentran los centros religiosos y estatales más importantes. Es el único de Rusia que reúne dentro tanto a la catedral de la ciudad como a su mezquita más importante. Parece ser un paseo más, pero hacerlo con ella tiene un valor diferente. Asal es rusa y musulmana, raro. En realidad, raro para mí, porque en Kazán un gran porcentaje de las personas son de esa religión. Estoy en una ciudad reconocida mundialmente por ser un lugar en donde conviven musulmanes y cristianos de manera perfecta.

Kazán tiene una costa hermosa y está repleto de jóvenes estudiantes, pero vive a un ritmo mucho más pausado que el de Moscú y San Petersburgo. Sin embargo, lo que más me conmueve es despertarme cada día sin comprender nada de lo que está pasando. Por un lado, la mamá de Asal me habla en ruso y no le entiendo, solo veo que sonríe todo el tiempo y que cocina un montón: quiere que pruebe cada uno de sus platos. Por el otro, Asal habla un español perfecto, tiene una bandera de Uruguay gigante colgada en su cuarto y me recibe con la excusa de querer mostrarme las bellezas que tiene su ciudad, pero la superan las ganas de hablar de lo nuestro, de tomar mate y de sentirse en casa, en esa en la que no nació pero que hace años adoptó.

Transcontinental

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Luego de una semana es tiempo de volver a subir al Transiberiano. El viaje va a ser largo, llevo lo mismo de siempre pero algo más de experiencia. Paro en un mercadito y compro queso, fiambre, pan, sobres de té y de café. El tren es un mundo aparte, cada uno tiene que sobrevivir con lo suyo y con una caldera gigante de agua hirviendo que hay a bordo, al servicio de los pasajeros. En las estaciones grandes paramos unos minutos. Si estás bien aprovisionado, disfrutás de los descansos; de lo contrario, tenés que correr a comprar cosas y llegar a tiempo porque el Transiberiano no espera a nadie.

Mi próximo destino es la ciudad que vive a los pies de los montes Urales, allá donde Rusia cambia de continente: Ekaterimburgo. Además de ser la primera sede de Uruguay en el Mundial, no tiene demasiadas cosas para mostrar. Por suerte la estoy conociendo con Polina, una joven profesora de español. Trabaja a 45 minutos de su casa, por lo que cada día de su vida viaja de Europa a Asia, ida y vuelta.

Estamos en dos continentes, pero en un mismo lugar. Por un lado todo funciona perfecto, Ekaterimburgo es bien europea, limpia, ordenada y puntual. Por el otro, acabamos de entrar a un mercado en el que todo es muy descontracturado. Al mi lado hay un local que vende especias de todos colores, huelen fuerte y rico. Los que más llaman la atención son los de comida: pescados disecados, pedazos de carne, platos viejos y una señora con manos curtidas y el rostro arrugado, que me pregunta qué quiero comer. Polina recomienda una sopa de remolacha y un plato con pescado, papa y queso. Nos sentamos en unos banquitos de plástico llenos de cicatrices. Por favor y porque Polina insiste, visitamos la iglesia que se erige sobre el lugar en el que asesinaron al último zar de Rusia. Ella lo presenta como la atracción más importante de Rusia, pero yo me quedo con la línea divisoria de los continentes, esa que permite tener un pie en Europa y otro en Asia.

Todavía me queda mucho por descubrir y el tiempo vuela. Llevo casi dos meses en Rusia y finalmente escucho hablar de Siberia, voy rumbo a Novosibirsk. Llego preparado para morirme de frío pero me equivoco, el tiempo sigue siendo agradable, desde que aterricé en Rusia no usé la campera. Comento que estoy fascinado por el clima y un ruso cambia la cara. Saca su celular, señala una vista y me dice que mire. Busca algo en su teléfono, toca un botón y me lo acerca. Se está reproduciendo un video, filmado desde ese mismo lugar, con la misma perspectiva, se ve lo mismo pero es del invierno. Las imágenes son hermosas, todo es blanco y puro, la nieve invade cada centímetro, el cielo y el piso son iguales. "En un mes estaremos cubiertos por tres metros de nieve, esta vereda que estás pisando va a estar tres metros más arriba", me dice y vuelve a sonreír. Cumplió su misión, no debía dejarme ir sin entender lo cruda que es la Siberia rusa. El que me muestra el video es Serg, un ruso que conocí a través de Couchsurfing, una red social que se basa en acercar turistas con locales para que los viajeros nos llevemos una impresión más sincera y acertada de los rincones que visitamos.

Transmongoliano

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Serg me dice que no puedo irme de Rusia sin conocer Ulán Udé y le creo. No sé cuántas veces ya subí al Transiberiano pero sé que allá está esperándome de nuevo. La línea a la que subo corresponde a una variación del camino original y se conoce como Transmongoliano, porque termina en Mongolia. Sin embargo, retomaré la línea original para seguir en territorio ruso. El viaje pasa rápido, uso el tren para dormir. Comparto mi habitación con tres jóvenes rusos y dos vodkas. Nos ponemos a jugar a las cartas —no sé a qué jugamos, pero juego— y a tomar. La noche se va yendo de a poco entre charlas que no entiendo y algunas palabras que de a poco reconozco. Me despierto y estoy con dolor de cabeza. Me bajo y hace mucho más calor del que necesito, más de 35ºC. Afuera todo es extraño, estoy en Ulán Udé, aunque no pueda creerlo.

Luego de estar un tiempo en un país empezás a adaptarte y a incorporar ciertos modos de pensar y actuar, que hasta entonces te llamaban la atención; resulta más difícil sorprenderse. No me ha pasado con Rusia todavía, cada vez que siento que algo me resulta familiar, el país cambia completamente. Sigo en Rusia pero parece no haber rusos. En la calle no hay rubios, no hay gente blanca ni personas de ojos claros. La mayoría de los que caminan tienen piel oscura, ojos achinados y pelo negro. Voy a dormir en la casa de Alex, un docente de historia que nació en esta región, en donde prima una etnia diferente, la de los buriatos. Me cuenta que esta parte del país perteneció a otros imperios, principalmente al de los mongoles, y que la mayoría son descendientes suyos; también son rusos pero físicamente muy diferentes.

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Con Alex nos vamos a conocer el Baikal, el lago más profundo y puro del mundo y ahí descubro otra de las locuras rusas: la banya, el sauna ruso. En los meses de frío extremo es normal entrar a este sauna hasta no soportar más, salir y acostarse directamente sobre la nieve. De ese modo, el cuerpo pasa de un calor infernal a un frío extremo. Cuando no aguantan más el frío, vuelven a entrar y repiten esa dinámica durante horas. Llegamos al Baikal y hay una banya a orillas del lago. De madera y sobre ruedas, la hicieron así para poder acercarla a la orilla. Me invitan a pasar y acepto, estoy de short de baño y descalzo. Entro y el cubo de madera hierve. Me empieza a faltar el oxígeno, el calor se torna insoportable, voy a salir y me dicen que no, que aguante. Dicen que siempre se puede un poco más. A los pocos segundos alguien abre la puerta y el frío invade nuestro sauna, todos gritan y salen corriendo. Yo los sigo y me sumerjo en el agua helada. Cuando toco el agua siento una sensación única, soy una brasa que se apaga, una sensación espectacular que dura unos segundos. Después el frío arruina todo y hay que salir a secarse porque ya es demasiado.

Del Baikal me voy rumbo a mi última parada, la vieja y querida Vladivostok, ciudad que conocí jugando al War. Me acerco al puesto de información para ver a qué andén tengo que ir y me piden mi pasaje. Cuando lo miran abren los ojos más grandes de lo usual, entonces sospecho que algo está mal. No les entiendo. Me piden que me acerque y me muestran mi horario de salida y el de llegada: van a ser 71 horas de viaje de corrido. Estoy a unos minutos de subirme a un tren por casi tres días completos, sin ducha, sin comida, sin nada. Por suerte aún estoy a tiempo de cambiar esa situación y comprar un montón de cosas.

Llevo casi tres meses en este país-continente y otra vez se me mueve el esqueleto. Rusia no es grande, es enorme, inabarcable. Las distancias son infinitas. Conocí ciudades hermosas y pueblos encantadores, lagos, palacios, montañas, de todo. Pero las personas del tren son historias, rusos que me demuestran que un lugar no está completo hasta que su gente lo llena de vida. Voy a completar casi 10.000 kilómetros atravesando el país más grande del planeta y 158 horas arriba del Transiberiano, con varias sospechas y una única certeza: haber visitado solo las ciudades conocidas de este país era poco, poco y nada.

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