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Todo lo que se esconde detrás de un diminuto disfraz de Halloween

El fracaso y las mujeres de 30
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31 de octubre de 2017 a las 15:20

A las nueve de la noche del 30 de octubre una mujer de 36 años sube una historia a Instagram. Mientras la cámara muestra un pedazo de tela blanca sobre un sillón, su voz dice: “Eso es un proyecto de disfraz de fantasma”. Arriba, en letra de imprenta, se lee: “Fracasé!. Las que siguen son exposiciones bastante hilarantes de una madre de tres hijos (dos de ellos mellizos) que, tras la derrota y el evidente cansancio, decidió que los niños fueran con disfraces de la colección pasada. La que habla es mi amiga. Una de esas mujeres que trabaja más horas de las que ella y yo estaríamos dispuestas a contar. Un lunes vuelve a su casa y recuerda que tiene que hacer dos disfraces nuevos. Porque, oh, al día siguiente es Halloween y los niños (y por ende la madre) tienen que estar a la altura de las circunstancias. Esto es: ir a la escuela disfrazados. No lo logra. Siente que fracasa. Le creo. No es pose. No es show para las redes sociales. Es algo así como un pedido de auxilio. Un grito a la nada o al mundo para que alguien le diga: “No estás sola. Yo tampoco sé hacer un disfraz. Yo tampoco quiero hacer un disfraz”.

No tengo hijos. Es probable que esté muy lejos de tenerlos. Sin embargo, la entiendo. Veo a las mujeres de mi generación —treintañeras, profesionales, vidas bastante cómodas, dueñas de nuestro tiempo, de nuestras elecciones, conscientes de los méritos y también de los tropiezos— compitiendo por quién es mejor. A veces luchando descarnadamente consigo mismas por superarse mes a mes, año a año, hijo a hijo.

El mejor disfraz, la torta de cumpleaños más rica, más sorprendente, la decoración más sofisticada, la mejor concurrencia, el salón menos conocido, más canchero; la pascualina orgánica con huevos de granja, el bife de lomo los miércoles, la vianda libre de procesados, la fruta de la estación correspondiente de la feria del Parque Rodó, el cupcake con azúcar rubia, el sandwichito con pan de masa madre; el buzo de algodón peruano, la bufanda tejida por ellas mismas, la mochila que no tiene nadie, la cadena hasta el colegio perfectamente sincronizada; el “no se enferma jamás”, “duerme divino”, “todos los amiguitos lo quieren invitar a la casa”, “no saben cómo le gusta leer” y así hasta el infinito.

Veo a las mujeres de mi generación —treintañeras, profesionales, vidas bastante cómodas, dueñas de nuestro tiempo, de nuestras elecciones, conscientes de los méritos y también de los tropiezos— compitiendo por quién es mejor. A veces luchando descarnadamente consigo mismas por superarse mes a mes, año a año, hijo a hijo

Todo sin descuidar sus trabajos. Intentando no parecer extenuadas. Siempre con un neceser en la cartera con una batería suculenta de cremas y afines: hidratante, antiarrugas, sérum para el contorno de ojos, bálsamo de labios, máscara de pestañas, por las dudas. Al día en todas las decenas de grupos de WhatsApp. Sin dejar de salir algún que otro fin de semana a tomar un gin tonic y comer un par de tapas. Previendo qué se hace en vacaciones. Comprando la carne adecuada para el asado familiar del fin de semana. Luciendo más fabulosas a los 30 que a los 20. Haciendo pilates, running, yoga, crossfit, natación, funcional en el cantero del Parque Batlle. Algunas en pareja, otras no. Algunas con tareas divididas de igual a igual. Otras no. Superpoderosas más allá del padre de los niños. Mujeres autosuficientes que pueden con el mundo y que necesitan gritarlo a los cuatro vientos.

Tal vez en la oscuridad del cuarto, en la soledad del baño, lo pensemos todas; cansadas de esta autoexigencia agobiante que no logramos sacarnos de encima. No importa la cantidad de textos, libros, manuales de por qué todas debemos ser feministas, seguimos queriendo más

No soy madre y sé que hay un punto en el que las envidio. Me pregunto cómo hacen. Cuántas horas duermen, cuántas horas tiene su día. No tengo hijos y mi casa es un caos tres de las cuatro semanas del mes. Declaro con culpa que soy un penal en las tareas domésticas; que amo comer pero no disfruto de cocinar; que soy torpe, que se me rompe todo y no sé cómo arreglarlo, que prefiero pagar antes que ponerme a mirar tutoriales de YouTube para averiguar cómo colocar una portátil en el techo; que ya no sé qué técnica usar para que las camisas de algodón que compré haciéndome la consciente no se me arruguen en el instante que me siento en el G - La Paz; que cuando una planta me dura más de un mes, le hago un festejo; que perdí el examen de la limpieza de baño, que le tengo pavor a la lavandina porque basta que lo intente para que se me arruine la ropa de una semana, que vivo fuera de la casa de mis padres desde hace años y aún no decidí cuál es el papel higiénico que me gusta; que en mi heladera hay dos botellas de gin, una de un licor que traje de México, café, leche, naranjas (si recordé comprar), una tónica a medio tomar, los restos de un queso cuartirolo crudo, mi muy meritoria quínoa que herví un día atrás, una tarta de zapallitos y tres platos de sopa congelados. Trabajo todo el día, pero parece que no (me) importara. Nunca alcanza. Nada alcanza. Y cuando cruzo la puerta de mi casa y me reencuentro con el tender en el medio del living después del cuarto día pienso, al igual que mi amiga, que yo también fracasé. Que lo hago todo el tiempo.

Tal vez en la oscuridad del cuarto, en la soledad del baño, lo pensemos todas; cansadas de esta autoexigencia agobiante que no logramos sacarnos de encima. No importa la cantidad de textos, libros, manuales de por qué todas debemos ser feministas, seguimos queriendo más.

Algunas en pareja, otras no. Algunas con tareas divididas de igual a igual. Otras no. Superpoderosas más allá del padre de los niños. Mujeres autosuficientes que pueden con el mundo y que necesitan gritarlo a los cuatro vientos

Le pregunto a mi madre –siempre crítica de esta nueva maternidad hiperestudiada y observada– si alguna vez me hizo un disfraz. Me responde lo que me responde siempre: “No, mi querida. Eso es de ahora. A lo sumo alguna sábana atada a tus hermanos más chicos”. Cierro nuestra conversación y pienso que –más allá de cada una de las batallas sanguinarias que hemos tenido y mi necesidad imperiosa de diferenciarme de lo que ella es, aunque la genética insista en recordarme que no hay vuelta atrás– a veces querría ser así de práctica, vivir más liviana, reírme, como mi amiga, de que jamás podré hacer un disfraz de alta costura para Halloween, un budín de frutos nativos para el té o tener en la heladera huevos de gallinas criadas en una granja. Y disfrutar de cada nuevo fracaso o esperar que el siguiente sea todavía mejor.

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