Hay pocos lugares tan montevideanos como la circunvalación del Palacio Legislativo. Y no me refiero al Palacio en sí, sino a la Avenida de las Leyes, que resume bastante bien algunos de los peores vicios del tránsito de esta ciudad y también de sus habitantes.
El desorden, el caos y la viveza criolla se combinan en una alocada rotonda donde es común que gane el más fuerte, el que se tira primero, el que pisa el acelerador a fondo y rápido.
Es la ley de la selva y punto.
En eso pensaba hace unos días cuando pasaba frente al Palacio, pero una densa nube de humo negro interrumpió mis pensamientos. El humo salía de un caño de escape de un ómnibus de Copsa que estaba delante y acababa de frenar, para luego volver a marchar. El humo, con sus dióxidos y sus gases contaminantes, se esfumó lento. Un poco habrá ido a parar a mis pulmones, pensé, con algo de paranoia.
Quiso el destino que el episodio se repitiera tres o cuatro minutos más tarde cuando mi auto circulaba por la calle Magallanes. Quedé otra vez atrás de un Copsa, que –oh casualidad- también expulsaba un humo bien negro y muy poco amigable con el medio ambiente.
Fui atrás del ómnibus un par de cuadras, hasta que dobló por la calle Galicia, ahí a la altura del Palacio Peñarol, y me regaló una última nubecita, que alcancé a fotografiar (de hecho, es la foto que ilustra este post).
El tema de los ómnibus y la contaminación del aire es una de mis pequeñas obsesiones. Sé que hay problemas más importantes en Uruguay, pero sigo sin entender por qué nadie controla las emisiones de los vehículos.
No sé por qué no existe una ley que obligue a emitir menos de determinada cantidad de gases (alguno de los 130 legisladores se podría haber inspirado mientras miraba por la ventana desde su despacho, ¿no?).
Tampoco entiendo por qué existe la famosa inspección del "Computest" solo para los vehículos de Montevideo y encima esa inspección hoy no incluye la medición de las emisiones de los vehículos.
Y no entiendo por qué en el fondo a los uruguayos nos importa muy poco el medio ambiente, aunque después nos llenamos la boca con el Uruguay natural, las playas y los ríos, y decimos ay, qué horrible Aratirí.
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