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Zama: novela, película y ¿serie de tv?

La historia narrada por Antonio di Benedetto tiene una larga tradición en la literatura argentina, aunque mantenida en segundo plano
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30 de enero de 2018 a las 05:00
Jorge Carrión - New York Times News Service

Antonio di Benedetto escribió Zama en un mes, "durante un período de licencia de mi trabajo, en el que me encerré en una casa vacía", explicó en una entrevista en el diario La Nación (citada por Jimena Néspolo, la gran experta en su obra, en su ensayo Ejercicios de pudor). El plazo le "impuso un estilo urgente (breve, de frases cortas, muy condensado) aunque afortunadamente (y contra mis temores) adecuado al vértigo de la peripecias de Don Diego".

En esa época, 1955, Di Benedetto no había visitado Paraguay por lo que tuvo que documentarse en la Biblioteca de la Universidad Nacional de Córdoba. Pero cuando en 1970 pudo ir al paisaje que había inventado, encontró con asombro la permanencia de la naturaleza original.

La novela empieza con cinco párrafos tan breves como memorables. El primero dice: "Salí de la ciudad, ribera abajo, al encuentro solitario del barco que aguardaba, sin saber cuándo vendría". Y el último: "Ahí estábamos, por irnos y no". Entre ambos párrafos la corriente arrastra el cadáver de un mono, de un mamífero como Diego de Zama, de un primate que ha tenido que morir para poder finalmente navegar.

El narrador es un funcionario de la Corona española de finales del siglo XVIII que, secuestrado por una espera desesperante, aguarda el momento de ser trasladado a Buenos Aires: "Debía llevar la espera —y el desabrimiento— en soliloquio, sin comunicarlo". Habla con sintaxis desencajada y con palabras antiguas, pero su exilio es muy nuevo, muy Franz Kafka, muy Dino Buzzati, muy nuestro y muy Di Benedetto (siete años después de viajar a Paraguay tuvo que huir de su país para que no lo mataran: Francia, Madrid, el retorno a la patria dos años antes del derrame cerebral).

Julio Cortázar, Roberto Bolaño o J. M. Coetzee son algunos de los escritores que han ido periódicamente insistiendo en la grandeza de Zama, que acaba de publicarse en inglés y ha sido reconocida como lo que es: una obra maestra. Sin embargo, ahí sigue, en segundo plano, junto a otras grandes novelas argentinas que tampoco se insertan cómodamente en el canon porteño (como El entenado, de Juan José Saer; El desierto y su semilla, de Jorge Baron Biza; o Plop, de Rafael Pinedo).

Y ahora ha llegado una película que adapta o versiona esa novela de Di Benedetto, quien, además de escritor, también fue guionista y crítico de cine. Zama, de Lucrecia Martel, ha sido analizada y comentada por algunos de los mejores críticos cinematográficos de nuestra lengua, entre ellos Emilio Bernini, que le dedica una brillante reseña en Kilómetro 111.


Por eso no me interesa tanto hablar de la película como del gesto: tras tres largometrajes con guión original de la propia directora (La ciénaga, La niña santa y La mujer sin cabeza), para su cuarto filme se había propuesto adaptar una novela. Una novela gráfica: El Eternauta. Pero como el proyecto no llegó a buen puerto, ha sido una novela literaria la que finalmente ha traducido a fotogramas.

Pero las entrevistas en los diarios más importantes apenas hablan de literatura ni de cine: todas insisten en los festivales, en las dificultades de la financiación y —para mi sorpresa— en las teleseries. ¿Ha basado Martel la estrategia de difusión de su nueva película en un ataque sistemático a las series? Eso parece, según sus declaraciones en Clarín, Perfil, La Nación o El País. Ha insistido en el tema incluso cuando no venía a cuento o no le preguntaban por él.

Me pregunto si no es para compensar el problema estructural que ella misma denuncia: "No tenemos la guita para invertir en la promoción de una película. Es la fragilidad de nuestro propio mundo cultural lo que me apena". O como parte de una suerte de apostolado apocalíptico: "Yo me la paso hablando de las series con espanto porque la gente no se da cuenta de que son un retroceso". En cualquier caso, lo interesante es que la cineasta interpreta que el cine era un lenguaje que avanzaba en una dirección cada vez más fértil y que ese avance ha sido interrumpido por las series de televisión y su "dictadura del entretenimiento".


Me gustaría leer un ensayo en el que Martel argumentara debidamente su tesis, porque la autoría de una entrevista es del entrevistador y no del entrevistado, pero mientras llega (o tal vez no) merece la pena detenerse en esa idea del progreso artístico, que es subrayado con un tópico bastante extendido cuando se habla de la tercera edad de oro de la televisión: "Las series nos han devuelto a la novela del siglo XIX".

Ni la serialidad ni el realismo son rasgos exclusivos del siglo XIX, sino que se mantienen como sendas constantes medulares del XX y del XXI. Los cómics, las sagas cinematográficas y los videojuegos son, por naturaleza, seriales. Y el canon de la literatura modernista y posmodernista (Proust, Joyce, Woolf, Borges, Beckett, Lispector, Cortázar, Pynchon, Goytisolo, Foster Wallace, etcétera) siempre ha estado contrapunteado por autores realistas (Zweig, Tanizaki, Morante, Vargas Llosa, Franzen, etcétera). Lo mismo ha ocurrido con el cine en su poco más de cien años de vida.

De modo que no se puede hablar con propiedad de un regreso al folletín dickensiano —y menos ahora que tantas series estrenan toda la temporada de golpe— porque lo que ha ocurrido es que han ampliado su espectro de presencia y representación, sendas tendencias absolutamente contemporáneas.

En otras palabras: las series de televisión no regresan a la novela del XIX, sino que amplían los usos de la novela y el cine del XX y del XXI que han seguido y actualizado el paradigma de representación realista, y los discursos narrativos que han trabajado la serialidad. En la película Zama, en cambio, sí encontramos un regreso, un rescate, una inversión de la flecha del tiempo. Un feliz ejercicio de conservación.

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Lucrecia Martel en el rodaje de Zama
Lucrecia Martel en el rodaje de Zama

¿Es innovador el cine de Martel? Yo no he visto películas de ningún otro director o directora que narren y sugieran sonoramente con la fuerza que lo hacen las suyas. Se podría hablar de una innovación en el audio, en alianza con el fuera de campo, que en Zama llega a niveles excepcionales gracias al paisaje —natural y humano— del Chaco. Quedan fuera de la película el cadáver inicial del mono y el final del avestruz, porque en el norte argentino se encuentra una fauna igualmente inesperada (la película acaba con una tortuga gigante). Y las mejores escenas, en la parte final del filme, conectan por sorpresa con El entenado, dando protagonismo a las tradiciones rituales aborígenes.

¿Son innovadoras también las series que han liderado algunos creativos como Damon Lindeloff, Bryan Fuller o Jill Solloway? Yo no he visto nada comparable en televisión a The Leftovers, Hannibal o Transparent.

¿Se pueden comparar los alcances de ambas innovaciones? Sin duda, pero hay que pensar primero en la historia y las condiciones de creación, producción y difusión del propio lenguaje, del propio medio, para poder establecer criterios válidos de comparación. Y ante la proliferación de nuevas formas de relato, artísticas y tecnológicas, eso es cada vez más difícil. Y tal vez inútil.

Decir que las series son esto o son aquello es no decir nada. No solo porque existe una gran variedad de estilos y poéticas, como en cualquier otra forma de expresión, sino porque ya ni siquiera tenemos claro qué es una serie de televisión: en muchos casos ya ni son seriales ni se ven en el televisor.

En ese nuevo contexto no sería descabellado que Martel se plantee hacer su propia serie. Una serie o miniserie que subvierta las convenciones y que expanda las posibilidades narrativas del sonido.
Una serie, por ejemplo, que prosiga investigando el universo fronterizo de Zama: el siglo XVIII latinoamericano, tan rico y desconocido, merece ser contado. Martel empezó trabajando para televisión. A veces está bien volver al pasado, sobre todo si –como hizo Di Benedetto– es para cambiar el futuro.

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