Si tomamos en cuenta que en cualquier vida influyen, por lo menos (para "acotar" las combinaciones), las decisiones de ocho abuelos, en la de Prince Rogers Nelson fue fundamental la de su abuelo materno, un hombre llamado Frank Shaw. Era guarda de tren y viajó desde su Luisiana natal y sureña a la norteña Minneapolis, cercana a Canadá, donde se estableció y produjo una abundante descendencia, que tuvo su flor más famosa en Prince. Minneapolis fue su cuna, muy cerca de su ciudad gemela de Saint Paul, ambas a orillas del mítico río Misisipi.
Una ciudad fría la mayor parte del año, alejada del calor y la humedad de Nueva Orleans; una ciudad donde la nieve cubre sus calles y lagos buena parte del año. Donde los cielos están nublados y los efectos de la luz solar los pinta de violeta y de púrpura. La gran migración del sur al norte esparció semillas que la música popular de los Estados Unidos cosechó a lo largo de las décadas.
En esa ciudad de verano corto y de ventisca larga, a mediados de la década de 1970, un muchachito virtuoso y despierto fue capaz de grabar un álbum ejecutando él solo los veintisiete (27) instrumentos con que se componían las canciones. Si hubiera podido, Prince le hubiera sacado una melodía al ancho Misisipi y a las hojas de árboles otoñales que cubren Minneapolis. El niño había crecido escuchando a Carlos Santana y Fleetwood Mac, según confesó a Larry King en una entrevista, y a los doce años había decidido que su vida sería dentro de la música. Pero ahora había madurado y todo era excesivo.
En la gran olla de los ritmos, mezcló todo: disco, baladas, soul, un toque de blues, jazz, rock, funk, rythm and blues, tecno, negro-spiritual y, por qué no, una pizca de punk. El espíritu de Stevie Wonder sobrevolaba los temas y se fundía con las guitarras de David Gilmour y de Eric Clapton. Su ejecución de la guitarra es uno de los puntos más sobresalientes de su talla como músico. El propio Clapton reconocía su admiración por los dedos y el criterio para frasear de Prince.
Por otro lado, como una máquina perfecta, la voz recorría todo el rango: chillidos histéricos cuando eran necesarios, tonos suaves y confidentes cuando se requerían. Lo blanco era negro, lo femenino, masculino, en dorada fundición con brillantinas y guitarras con flechas arqueadas. De ese fermento tan personal afloró Prince.
Su influencia fue un relámpago en la música de su país (por ende, en buena parte del mundo). Sus tonos, sus solos, la estructura de sus canciones derramaron también en el Río de la Plata, inyectada en las venas de Charly García y esparcida por este en muchos de sus discos de la década de 1980.
Su fama envolvió el globo, de la mano de un yacimiento de talento casi inagotable, que además legó canciones memorables a muchos otros músicos de su generación. Fue ciudadano del mundo y si bien vivió mucho tiempo en Los Ángeles por trabajo y amó España y su ritmo cansino, su lugar en el planeta siempre estuvo en Minnesota. Allí volvía a grabar, a tocar en los boliches donde se había criado, a lamer las heridas de las guerras del pop, a ver sus amigos. Ahí vino al mundo, formó su hogar y ahí murió.
Dice una canción que en Minneapolis a veces nieva en abril, a pesar de que ya ha empezado la primavera y los árboles ya presentan pimpollos de renovación en sus ramas. La nieve como recuerdo de que el frío nunca termina de irse. Todo queda blanco de nuevo, salvo las ramas oscuras de los árboles, brazos en alto congelados que piden una explicación al cielo caprichoso.
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