Cuando la música ya no alcanza por sí sola

Anteriormente no había excepciones: la primera excusa para participar de un festival musical era, precisamente, la música. Con la llegada del nuevo siglo, la mitificación de algunos encuentros musicales trascendentes y la noción de evento histórico con la que muchos fueron etiquetados, el público comenzó a interesarse por otras cosas en paralelo; lo que muchos comenzaron a denominar "la experiencia".

La tendencia no es solo local: festivales musicales como Coachella y Glastonbury –dos de las citas que legitiman a clásicos y emergentes en el marco de la música pop anglosajona–, desde hace años no se centran solo en recibir a bandas de tamaños colosales sino que también son polos donde otras disciplinas como la moda cobran un segundo protagonismo. En California –donde se desarrolla Coachella– marcas como Lacoste realizan fiestas exclusivas, mientras que H&M lanza una línea anual inspirada en el estilo estético del festival.

De algún modo en Uruguay sucedía algo parecido con otra narrativa: la Fiesta de la X (con formato reformulado el año pasado en Aquel Abrazo) también era un evento en el que la experiencia era ir por la cantidad de asistentes y la variedad de propuestas, pero en todo caso, allí el fuerte seguía siendo ir a ver conciertos. También de algún modo el Pilsen Rock fue un evento en el que mucha gente participaba más inclinada por vivir "la experiencia" del viaje, el camping y el pogo, más allá del cartel de bandas.

Pero tras la última edición del Pilsen Rock en 2010 –realizada en Montevideo–, el género comenzó a dejar de ser el principal motor de los festivales musicales masivos. Si bien muchos otros eventos del estilo continúan llevándose a cabo, ninguno logró la misma popularidad que supo tener el icónico evento o las anteriores fiestas de la X.

El siguiente paso fue la adaptación del mercado a las modas mundiales: la electrónica, poco a poco, comenzó a tomar el lugar del rock en los megaeventos. A pesar de que las bandas sigan participando, es el momento del baile el que cierra el festival.

Un ejemplo es el festival No me olvides que se realizó en el bosque de Manantiales. Con un decorado de cuentos de hadas, el diferencial de la fiesta era su entorno, no su cartel. Otras fiestas como Holi Beach y We Color Festival (a realizarse hoy en la Playa de la Aguada de La Paloma), adaptaron el festival religioso hindú Holi al contexto de un evento en el que los polvos de colores –es decir, el público y las interacciones entre quienes lo integran– ponen de forma aún más evidente a la música como acompañamiento. Así es como la vieja dinámica de la muchedumbre mirando hacia el escenario o interactuando en función de la banda se va desdibujando.

La propuesta de We Color es escapar de la rutina, y en su concepto de rutina a romper también parece entrar esa vieja interacción entre banda y público. Las sucesivas explosiones de color son la manifestación visual de que, para las nuevas generaciones, asistir a un evento musical no es lo mismo que para otras.

En la misma línea, el domingo se realiza la fiesta Kambalache, un evento que también contará con bandas y DJs pero adquirió una personalidad aún más acorde con estos días carnavaleros: una fiesta de disfraces.

Los organizadores invitan a "elegir un personaje para devolverle la vida a instintos dormidos. Caracterizarse para entrar a lo nuevo", según explica su sitio web. Que estas fiestas sean por las que hoy apuestan las marcas, profundiza la idea de que hoy por hoy un festival es mucho más que una grilla fuerte, y que la música ya no es más el núcleo central del asunto. Al menos, no por sí sola.