Aunque preocupa la inexperiencia de Donald Trump y su equipo en política exterior, los mayores temores mundiales se centran en sus acciones en el campo económico. Trump ha tomado en parte la herencia de Ronald Reagan en su rechazo a la estructura política tradicional y su intención de bajar impuestos a las empresas y expandir el gasto público. Reagan lo hizo para invertir mayoritariamente en defensa, en tanto Trump piensa dedicarlo a obras de infraestructura para generar actividad y empleo. Pero mientras Reagan propició una saludable apertura de mercados, Trump está embarcado en un peligroso aislamiento proteccionista, que hasta puede desatar una guerra comercial con China, y en un cerrado nacionalismo de tono populista, que nada tienen que ver con las políticas de Reagan. Y mientras Reagan asumió en 1981 con una deuda pública del 30% del Producto Interno Bruto (PIB), llevándolo en ocho años de gobierno a un todavía manejable 50%, Trump recibe un alto endeudamiento de alrededor del 60% del PIB, lo que complica su margen para ampliarlo.
En muchas otras áreas el nuevo presidente tiende a confirmar los temores de su Partido Republicano, reflejados en la presunción del senador John McCain de que se dedique a trabarse en lucha cervantina “con cuanto molino de viento encuentre”, en vez de concentrarse en el ejercicio eficiente “del cargo más importante del planeta”. La generalizada preocupación ganó asidero en la ceremonia de asunción. Sus confrontaciones e intercambio de diatribas con Hillary Clinton y sus promesas de cambios drásticos en los meses previos podían atribuirse a la furia de la campaña y a la búsqueda de votos. Pero pasó la elección y Trump en nada cambió.
Fue áspera la transición con la administración Obama y en la ceremonia de asunción siguió denostando a toda la estructura política. Su actitud quebró el tradicional clima conciliatorio en cada cambio de gobierno, cuando priman llamados a la unidad nacional luego de las batallas electorales como evidencia de la fortaleza democrática de Estados Unidos. Su discurso inaugural fue, en cambio, el agresivo manifiesto populista de un hombre dispuesto a imponer sus planes, así convengan o no, y a no aceptar opiniones divergentes.
Es evidente que Trump cree a pie juntillas en todos sus objetivos. Su personalidad tipo aplanadora no parece incluir la cuota de humildad requerida para ser flexible, aceptar otras opiniones y admitir errores. Su estilo le sirvió como acaudalado empresario inmobiliario y conductor televisivo y de los concursos de Miss Universo. Pero es harina de otro costal ser exitoso como presidente de la nación más poderosa del planeta bajo el lastre del empecinamiento conceptual, debilitado por su limitada experiencia en la economía global y ninguna en la conducción de la política exterior, que incluye una compleja madeja mundial de alianzas para actuar en zonas de conflicto. Y en vez de paliar estas debilidades rodeándose de ministros y otros jerarcas experimentados y de probada idoneidad, ha elegido un gabinete dominado por ideólogos y plutócratas que comparten sus ideas.
No todas sus iniciativas son necesariamente erradas, pero hay miedos fundados sobre sus efectos y en cómo las aplicará. Dado que un cambio de personalidad y estilo parece improbable, la mejor esperanza es que la necesidad de respaldo parlamentario de su Partido Republicano lo obligue, pese a su denigración de la estructura política, a atemperar sus peores programas.
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