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El rompecabezas turco

Se abre ahora una gran incógnita acerca de cómo se habrá de resolver la crisis política en Turquía, en medio de una zona de alta volatilidad
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24 de julio de 2016 a las 05:00
Desde que llegó al poder el presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, su estilo autoritario y su afán de construir grandes mezquitas e introducir símbolos religiosos en los espacios públicos chocaron con las elites urbanas turcas, laicas, kemalistas y demócratas.

Su control sobre la prensa y el cierre de algunos medios, la represión ejercida contra sus opositores y sus duras medidas para disolver manifestaciones políticas (en ocasiones, de plano, aplastarlas) alarmaron a una sociedad que se consideraba a sí misma abierta y democrática. El otro temor, y no menor, era que a caballo de su agrupación islamista, el Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP), Erdogan echara por tierra los logros seculares del Estado moderno fundado por Mustafa Kemal Ataturk a la caída del Imperio Otomano.

En ese esquema de laicidad y modernización a lo largo del siglo XX, el ejército turco siempre había jugado un papel preponderante. Celosamente seculares, opuestos a toda forma de religión en la política, populares y considerados herederos del espíritu de Ataturk, los militares turcos ejercían una influencia tutelar sobre el poder civil. Dieron cuatro golpes de Estado. El más recordado por estos días —y también el más brutal— fue el de 1980; pero hasta ese tuvo un gran apoyo popular en Turquía.

La pisada cambió con el siglo para los uniformados y los ciudadanos laicos de las grandes urbes turcas y su particular forma de democracia. El desarrollo del país propició la entrada a la clase media de amplios sectores de la población en la Turquía provinciana; y el campesinado empezó a votar.

Estos votantes, con menor nivel educativo y mucho más religiosos, inclinaron significativamente el fiel de la balanza para la victoria del partido de Erdogan en 2002. El Islam político se colaba por primera vez en la Republica de Turquía desde su fundación en 1923.

En estos 14 años, todo lo que ha hecho el AKP es crecer y acumular poder. Al mismo tiempo, las tensiones y escaramuzas con los mandos militares fueron aceitando las vías para el imponente choque de trenes que vimos la semana pasada: la intentona golpista contra el gobierno de Erdogan. Los considerados "guardianes del Estado kemalista" decidieron que era hora de poner fin al experimento islámico en el gobierno de Turquía, y fueron por el quinto golpe de Estado.

No contaron con que se iban a enfrentar a tal rechazo de la población. De algún modo, lo presentían; si no, no hubieran esperado 14 años para intentar derrocar a los islamistas. Pero quedó claro que nunca esperaron tanto apoyo al gobierno. Hasta los más opositores de Erdogan, condenaron, repudiaron y se manifestaron contra el levantamiento militar. Y el golpe naufragó.

La crisis turca, aún en pleno desenlace, viene a representar uno de los episodios más importantes del dilema de la democracia que hoy enfrentan las sociedades islámicas. Algo parecido se vivió en 2013 en Egipto, donde el resultado cayó en el anverso de la medalla. Allí los militares lograron derrocar a Mohammed Morsi y su gobierno de la Hermandad Musulmana, emanado de las urnas que propició la llamada Primavera Árabe.

Lo que parece configurarse en estas sociedades de amplias mayorías musulmanas es una realidad en la que a mayor democracia —vale decir, cuanto más gente vota—, más posibilidades hay de que llegue al poder un gobierno autoritario y de fuerte ascendente religioso. Entonces, para muchos demócratas en esos países, sobreviene una duda casi existencial: ser una democracia y enfrentar los riesgos de caer en el autoritarismo religioso, o no serlo y mantener a raya a los islamistas.

Será una transición que habrán de resolver esos países. Por lo pronto los turcos, han decidido ser una democracia a pesar de todo y darle la espalda a los militares.

Valiente decisión. Habrá que ver ahora en qué termina todo esto. Porque si algo logró el golpe fallido fue darle mucho más poder a Erdogan, que ha aprovechado la coyuntura para desatar una colosal purga; y no solo en las Fuerzas Armadas, sino en toda la administración pública. Ya hay más de 60 mil afectados, un fuerte acoso a los medios de prensa y el gobierno pretende hasta restablecer la pena de muerte para mandar a los golpistas a mirar los rabanitos desde abajo.

Estos excesos y la cacería de brujas que ha emprendido le traen ahora problemas con sus aliados europeos. Y las tensiones con Washington están a tope, ya que Erdogan le pide al gobierno de Barack Obama la extradición de un religioso turco exiliado en Pennsylvania, el imán Fetulá Gulen, a quien acusa de instigar el golpe desde Estados Unidos.

No parece descaminada la acusación, toda vez que Gulen, antiguo aliado de Erdogan, hoy agriamente enemistado con el presidente, siempre ha ejercido una poderosa influencia sobre los jueces turcos que conspiraron en la asonada. Pero no deja de ser curioso que los militares laicos –y que han hecho cuestión de ello para resistir a Erdogan– se terminaran aliando con un religioso para su intentona golpista. Aunque de estas alianzas de ocasión está repleta la historia política.

Por si todo esto fuera poco, Erdogan acusa además a los servicios de inteligencia de Estados Unidos de haber estado todo el tiempo al tanto de los planes para derrocarlo. ¿Y esta acusación? Sí, esta tampoco parece nada descaminada.

Lo que queda ahora es una gran incógnita sobre cómo seguirá el desenlace de la crisis, tanto al interior de Turquía como en el escenario internacional; en una zona, además, donde ciertamente no está el horno para bollos.

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