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El silencio de los corderos

Tras haber ahuyentado la inversión privada el gobierno impulsa nuevos impuestos, y nadie se defiende
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06 de junio de 2017 a las 05:00

Hace un año largo venimos advirtiendo que la continuidad natural de la irresponsable repartija de los beneficios circunstanciales de una bonanza única en un siglo era el ataque impositivo insaciable sobre los pocos sectores aún productivos de la sociedad, hasta extraerles la última gota de sangre.

No se trataba de una especial cualidad para leer el futuro, sino que simplemente es lo que ha pasado con todos los populismos de la historia, entre los que incluyo particularmente los que se disfrazan de ideología marxista y de conquista de derechos irrenunciables, como en el caso local. Aquella profecía parece ser hoy finalmente compartida por muchos colegas que están insistiendo en esos puntos.

Con la colaboración de los optimistas que creen que si no se habla de recesión entonces no hay recesión, el marxismo no solo quiere mantener las ventajas que no hizo nada para merecer, sino que pretende incrementarlas y perpetuarlas. En esa idea, pretenden ahora ir contra los patrimonios, como si no hubieran sido ya duramente atacados hasta ahora. Además, ignoran deliberadamente que esos patrimonios ajenos de los que pretenden disponer alegremente son el fruto del trabajo y el éxito de quienes han hecho algo que su seudoideología no ha podido hacer jamás: crear riqueza y trabajo.

Tras haber ahogado la creación de nueva riqueza al ahuyentar la inversión privada e imposibilitar cualquier clase de actividad rentable relevante, intentan ahora sandeces como el impuesto a la herencia y mayores impuestos al patrimonio, combinación por otra parte inconstitucional en cualquier país del mundo, con efectos todavía más negativos sobre la creación de empleos.

Pero no es ese el tema de esta nota. Mi preocupación es advertir la pasividad con que las víctimas de esa sangría y expoliación asisten al nuevo avance del despojo trotskista y del socialismo envejecido que aplasta a Uruguay. Como los corderos de la emblemática película hollywoodense The Silence of the Lambs, aguardan mansamente su destino de degüello hasta que lleguen al silencio final en el matadero al que son llevados.

Ni los sectores del campo, único ingreso real del que se nutre el sistema parasitario, ni las empresas privadas que el sistema ha tolerado parecen dispuestos a defenderse del ataque terminal. He visto en mi país a todo un sistema empresario aplaudir y olisquear a un régimen oprobioso y ladrón durante 12 años, de modo que no debería extrañarme. Sin embargo, había explicaciones. Esos empresarios, (¿empresaurios?) argentinos eran cómplices de la corrupción estatal, o beneficiarios de sus prebendas. Eso no pasa en el medio local, donde las grandes empresas también son prebendarias, monopólicas y, por qué no, teñidas de corrupción, pero están en manos del Estado, forman ya parte del botín socialista, de modo que mal pueden protestar, al ser parte de quienes expolian, no de los expoliados.

El campo argentino, sin embargo, se plantó exitosamente ante el gobierno cuando el sistema de retenciones amenazó con hacerlo desaparecer y llevarse su capital y su futuro. No ocurrió así cuando la ignorancia y demagogia de Cristina Kirchner redujo el stock ganadero en 12 millones de cabezas y sacó a Argentina del mercado ganadero, del que era uno de los líderes mundiales por derecho propio.

Convencidos tal vez de que el sistemático apoderamiento de su riqueza y de su patrimonio son frutos de las decisiones sacrosantas de su gobierno democrático –cualesquiera fueran las consecuencias de ese accionar–, los sectores productivos privados orientales, incluyendo a los trabajadores de ese sector, parecen no advertir que van al matadero. Mientras tanto, del otro lado, el PIT-CNT, con modalidades que nada tienen que ver con el concepto y el espíritu de la democracia, prepotea al frente que integran para que –sin ninguna representatividad mayoritaria– les sean concedidas las absurdas e inmerecidas ventajas que pretende, con cargo a los sectores productivos y de la sociedad toda.

Al mismo tiempo, intenta negociar ahora con sus inocentes víctimas una especie de acuerdo para aplicar esos nuevos tributos y hacer a cambio concesiones mínimas de supuesta flexibilización laboral. Este es el truco del populismo. Les va sacando cada vez más recursos a los sectores productivos, para regalárselos a las masas que lo van a votar indefinidamente, con prescindencia de sus merecimientos y contribuciones al bienestar general.

Conociendo el paño, sé que el comentario que viene es: “Este gobierno no es populista”. Lamento informarles que es populista y de la peor clase. El que se disfraza de justas conquistas, el que se apoya en un supuesto espíritu democrático participativo, en un vago concepto de poliarquía, pero que usa el Estado como repartidor generoso de riqueza ajena y como formidable mecanismo electoral financiado con el dinero de los otros. Eso sí, cortando una feta del salame por día, con la apariencia de enormes debates donde la única opinión que cuenta es la de los integrantes del Frente Amplio, cuyas discrepancias se dirimen vaya a saber cómo.

En este sistema populista, las inversiones extranjeras se negocian mano a mano con el inversor, entregándole más o menos todo lo que pide, con excepciones permanentes a la ley. Un gobierno populista es el que coimea a la ciudadanía para que lo vote, dice Francis Fukuyama, el politólogo norteamericano. Reflexione el lector un momento y verá que esa definición se aplica perfectamente.

Las cámaras empresarias y los sectores agropecuarios no parecen creer necesario enfrentar el sistemático despojo del que son y seguirán siendo víctimas. No lo confrontan ni con sus apoyos, preferencias, declaraciones y comportamientos políticos ni con legítimas acciones gremiales de protesta o de presión. No es un error exclusivo uruguayo. Se ha repetido miles de veces en la historia. Y siempre ha dado como resultado la eliminación del sector resignado. El caso de los fundados reclamos ante la OIT, transformados en amable discrepancia supuestamente para no hacer quedar mal a Uruguay –un pensamiento realmente pueril y melindroso–, es un ejemplo de rendición incondicional.

Si los sectores productivos no hacen oír su protesta contundente, si no actúan para hacer valer sus derechos y para proteger sus intereses, no solo perderán ambos, sino que le harán un desfavor a la sociedad al permitir que se elimine la única fuente de bienestar que se conoce hasta la fecha. La creencia de que los empresarios deben tolerar los actos de gobierno que los dañan para no entorpecer las relaciones con el Estado y los gobiernos es equivocada y fruto del temor. Eso es un principio de mendicidad que solo sirve para terminar siendo mendigo.

El derecho a peticionar y a protestar no está limitado a un sector de la comunidad. Los discursos edulcorados dan la sensación de que los sectores generadores de riqueza –industria, comercio, agro – están de acuerdo con el populismo que los destroza. Hay que cambiarlos por la verdad. Finalmente, ser empresario también es defender el sistema capitalista.

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