El último Saramago

Una de las diferencia entre este y otros libros de similares características es que los responsables de la publicación decidieron transcribir el texto tal como lo dejó el premio Nobel. Este detalle no es menor, ya que le otorga al libro un aura de legitimidad que hace que el lector se libere de suspicacias y se entregue al viaje.

Nombres propios con minúscula, diálogos encadenados que omiten el guión y párrafos a veces demasiado largos, dejan en evidencia que se trata de un borrador, de material en bruto que más tarde debía ser revisado y editado por Saramago. Pero no es un texto sacado de un baúl, de un disco duro, sino que es el último testimonio de una férrea voluntad que eligió la literatura para desarrollarse y que se abrazó a ella hasta sus últimos días.

Todo el arte del portugués está en esta historia inconclusa pero disfrutable de la primera a la última línea, que además se complementa con las notas que Saramago iba escribiendo a medida que construía el texto. Se trata de pequeñas anotaciones que resultan reveladoras de la psicología del autor, de la génesis de la novela y que permiten adentrase en la intimidad de un creador.

Entre otras cosas, Saramago explica en esas páginas que la historia nació de una idea que lo asaltó más de una vez: ¿Por qué nunca se ha producido una huelga en una fábrica de armas? A partir de esa incógnita y de una noticia que contaba cómo durante la segunda guerra mundial obreros italianos de Milán habían saboteado bombas para que no estallaran, nace Alabardas.

La novela cuenta la historia de Artur Paz Semedo, empleado contable de una gran empresa que fabrica armas desde hace 100 años. Expoliado por su exmujer, decide realizar un estudio sobre los negocios de la firma, que suministró armas a diestra y siniestra durante la década de 1930, sin importarle el comprador.

Fiel a su estilo, Saramago propone una voz narrativa omnisciente, que describe los hechos desde la distancia y que no duda en interpelar al lector cada vez que puede. Presenta además dos personajes diametralmente opuestos, ya que mientras que Artur es un hombre gris, amante de las armas, gélido, trepador, sumiso con los jefes y altanero con sus subordinados; su mujer es el reverso de la moneda: sensible, luchadora, pacifista y directa en su accionar.

El estilo es algo barroco por la cantidad de temas que se despliegan en los tres capítulos que componen el texto, que no se circunscriben únicamente a denunciar el negocio de la venta de armas. También hay espacio para hablar de las relaciones de pareja (o exparejas) con evidente buen humor o para ridiculizar el entramado burocrático de la empresa, que llega al paroxismo cuando Artur debe lidiar con el puntilloso jefe del archivo y su enigmático ayudante.

No cabe decirlo, pero hay que apuntar que el autor revela en sus notas el final de la novela, lo que ayuda mucho a superar la frustración que produce leer un texto inconcluso. El libro se completa con ilustraciones de Günter Grass y dos notas: una semblanza de su obra a cargo del poeta español Fernando Gómez Aguilera y un texto muy valioso de Roberto Saviano, que sirve de broche de oro para un libro que, sin ser lógicamente lo mejor de su autor, tampoco lo desmerece.