Si hay algo que la izquierda ha demostrado al enfrentar a la delincuencia es ductilidad. De las épocas en que arengaba a los tirapiedras contra la autoridad a esta gestión –la más "miliquera" al decir de algunos uniformados–, mucha sangre ha corrido. ¿Cuál es el sustento filosófico que alienta las políticas de seguridad? ¿La mano dura o la tolerancia? Ni tanto ni tan poco.
"Giuliani, Giuliani", clamaban desde la oposición al gobierno de izquierda hace unos años cuando el Ministerio del Interior chapoteaba aún en un grado de inocencia que repetía la ya tonta consigna de que la guerra a la pobreza ya daría resultados y que había que entender lo de la sensación térmica. La gente siente miedo y pedirle que pase al modo no miedo es como intentar explicarle el gusto del chocolate a quien nunca lo probó.
Rudolph Giuliani fue aquel alcalde de Nueva York al que el mundo vio liderando cuadrillas de bomberos cuando el 11 de setiembre de 2001 los esbirros de Osama bin Laden sumieron en tinieblas el corazón de Estados Unidos.
Giuliani se hizo famoso aplicando la llamada "teoría de las ventanas rotas". Estudiosos de las conductas humanas dejaron dos autos abandonados en distintos barrios, uno pobre y el otro rico. En el barrio pobre el auto se convirtió en esqueleto rápidamente y en el rico se mantuvo intacto. Hasta que los investigadores fueron y le rompieron una ventanilla. Entonces, otros vinieron detrás y lo vandalizaron. Conclusión: cuando se da una idea de abandono, por pequeña que sea, ella cunde en la población. De allí la tolerancia cero.
Lo que no se decía casi nunca es que cuando Nueva York bajó la criminalidad, otras 15 grandes ciudades estadounidenses también lo hicieron. Tampoco se habló de las casi 10 mil denuncias por violencia policial que había por año; ni del impacto que tuvo en el mapa del delito un declive en el tráfico y consumo de crack, una droga que comenzó a decaer porque agredía la lógica de mercado: mataba rápidamente a sus clientes.
Nueva York tiene hoy una tasa de homicidios de cinco cada 100 mil habitante. En Uruguay es de ocho.
La izquierda, que tanto había rechazado esa visión, terminó contratando la asesoría de Laurent Sherman de la Universidad de Cambridge y uno de los hombres que trabajó con Giuliani. "No todo era como nos contaban", diría luego el ministro Eduardo Bonomi.
Zanahorias
Antanas Mockus es mucho menos conocido que Giuliani. Este extravagante colombiano fue alcalde de Bogotá hasta 1998. En medio de corrupción militar y policial, narcotráfico, narcoterrorismo, dos grupos guerrilleros y organizaciones paramilitares, en vez de las ventanas rotas propuso "la hora zanahoria": viendo el impacto que la bebida tenía en la violencia, cerró los lugares de expensa de alcohol a horas más tempranas. Se redujeron los accidentes de transito y algunas muertes violentas. Prohibió el uso de pólvora, redujo la posesión de armas y, por sobre todas las cosas, recuperó los espacios públicos. Construyó bonitas bibliotecas en zonas donde todo lo que recibían eran cosas feas. Bogotá comenzó a reducir drásticamente sus niveles de delitos. En 1992 solo el 17% confiaba en la Policía, pero cuando Mockus abandonó la alcaldía había subido a 64%. El gobierno de izquierda también apeló a esa experiencia y trajo varias veces a Uruguay a uno de los ayudantes de Mockus, Jorge Melguizo. En su paso por Uruguay dejó dos mensajes centrales. Uno, que lo contrario a inseguridad no es seguridad sino convivencia. Y lo otro, que viendo los niveles de delitos que hay en el país y los grados de inseguridad que la gente tiene, los uruguayos, en vez de policías, lo que necesitamos son psicólogos.
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