No son pocos los artistas que en algún momento de su vida sienten la necesidad de exaltar las virtudes de su propio oficio. Los escritores tienen una especial debilidad al respecto y muchos suelen en algún momento de su carrera dedicar un libro al tema. De tan prolíficos, esos textos merecieron que la crítica los englobara en una categoría que les diera un nombre: Metaliteratura.
Sea cual sea el formato (ensayo, biografía, novela), este tipo de obras suelen ser aburridas para el lector de a pie, que al comprar un libro solo busca que le cuenten, de manera más o menos digna, una buena historia. Las apologías no gustan a nadie.
Pero toda regla tiene sus excepciones y El lector del tren de las 6.27 es una de ellas. Se trata de una novela breve que exalta el poder de la literatura para modificar la cruda realidad. A partir de un argumento sencillo, Didierlaurent crea una bella metáfora sobre la endeble condición humana y las múltiples posibilidades de redención.
Viñol es un joven solitario que trabaja en una fábrica que se dedica a transformar los libros en pasta de papel. Cada día, al finalizar la jornada y mientras limpia el interior de la máquina, se apropia de algunas hojas sueltas que escapan de los dientes y rodillos trituradores. En el tren que lo lleva de regreso a su casa lee a los demás pasajeros esos fragmentos eclécticos de literatura.
Más de un lector podrá espantarse ante un argumento tan artificial, caprichoso y evidente. La imagen del joven héroe que salva la cultura de las garras del sistema para compartirla con sus semejantes debería bastar para alejarse rápidamente de esta novela. Pero esto no sucede, porque nada es lo que parece y el autor se la ingenia para ganar la pelea round a round, agregando en cada capítulo una vuelta de tuerca al argumento original y conteniéndose cada vez que la fantasía amenaza con desvirtuar el conjunto.
Lo ayuda mucho la brevedad de la novela, que quiere hablar de muchas cosas y por ello debe ser escueta en cada acción que narra. Y también los detalles laterales que Didierlaurent agrega. Al principio, por ejemplo, la máquina es el centro, pero los compañeros de trabajo son al final los que pesan.
Esta Giuseppe, que pierde las piernas cuando la máquina se enciende accidentalmente. Desde su silla de ruedas rastrea la cubeta de pasta de papel que ese día recibe el agregado de su carne y sangre, logra identificar qué libro se imprimió con ese material y decide recuperar sus piernas, ahora convertidas en 1.300 ejemplares del libro Jardines y huertos de antaño.
Está Yvon, el guardia de seguridad fanático del verso alejandrino que contesta las groserías de los camioneros que vienen con el cargamento de libros para destruir con citas de El cantar del mio Cid o Imitando a Agamenón.
Están también las dos ancianas que toman el tren solo para escuchar las lecturas de Viñol y que lo contratan para que les lea en el geriátrico, lo que da pie a las escenas más memorables del libro, cuando los viejos discuten airadamente sobre el argumento del fragmento que el joven lee.
Pero todas esas satisfacciones no alcanzan para que Viñol olvide su soledad. Cada día en casa se queda mirando a su pez, que gira eternamente en la pecera redonda, metáfora de una vida rutinaria y sin escape. Porque a pesar de la fuga que le permite la literatura, no hay amor en su vida.
El encuentro de un pendrive con textos de una muchacha (otro suceso forzado) da comienzo a la búsqueda de ese amor. Y nuevamente de un punto de partida discutible el autor construye un hermoso relato a partir del diario de una limpiadora de baños.
Muy bien escrita e ingeniosa, El lector del tren de las 6.27 es una novela sobre libros que excede sus postulados para ser, simplemente, una buena novela.
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