D. Battiste

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La huelga contra la democracia

El equilibrio laboral se altera cuando interviene el Estado para obligar a convenios colectivos
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15 de agosto de 2017 a las 05:00
La huelga ha sido, en tiempos modernos, un mecanismo convalidado en la discusión de condiciones laborales entre las empresas y sus trabajadores. Como tal, es un derecho respetado mundialmente, salvo en los países comunistas o de otros totalitarismos.

Para la empresa el trabajo es uno de los factores que determinan su costo de producción, por lo que está en la obligación de una negociación constante con sus proveedores, sus trabajadores, sus inversores y el Estado, factor este en el que tiene casi nula posibilidad de flexibilización. Pensando en términos macro, el principio es similar en el sector privado en conjunto. Por eso es que se supone que en esa permanente discusión se produce un equilibrio dado por la necesidad de supervivencia de cada uno de los factores.

La huelga es un mecanismo extremo del sector laboral para defenderse de los abusos, o para forzar la obtención de sus reclamos. Sin embargo, el equilibrio se altera cuando interviene la ley, o sea el Estado, para obligar a convenios colectivos, salarios y prestaciones mínimas y cualquier otra medida que no tenga en cuenta las particularidades de cada empresa, o eventualmente de cada sector. Al no tener cada empresa el mismo derecho que sus trabajadores, por ley, y al obligarse a la rigidez unánime de costos y gastos a todos los sectores de actividad –igualdad inexistente ante las realidades de cada empresa– el concepto de libre competencia se altera al alterarse su posibilidad real de negociar el costo de todos sus factores.

El Estado pasa así a crear una suerte de nuevo impuesto, sobre el que el empresario no tiene ninguna posibilidad de actuar, salvo que reduzca la cantidad de personal, ya sea mediante aumento de su tecnología, o disminuyendo la actividad en las áreas menos eficientes. La respuesta de la economía a esa falta de libertad y de capacidad de adaptación es la caída de la demanda laboral.

En consecuencia, la huelga en el mundo moderno, con excepciones cada vez menores, es para obtener concesiones que suelen ser antieconómicas, y que tarde o temprano se traducen en reducción del empleo.

Todo esto ocurre en el sector privado. Cuando el empleador es el Estado, como ocurre en Uruguay con las mal llamadas empresas estatales o con la burocracia, el concepto de huelga –incorporado forzadamente a lo largo del tiempo– tiene otro significado. Ya no se puede hablar de que se trata de un derecho para evitar los abusos del capitalismo, como bien lo entendió el comunismo en toda su historia, que nunca las permitió. Sin embargo, la conveniente figura del Estado-bobo-empleador lo hace presa fácil del proteccionismo gremial.

Por otra parte, en el caso local, el Estado no tiene tampoco la posibilidad ni el derecho de despedir personal. Todo lo que puede hacer es intentar recaudar más impuestos. Por supuesto que es inútil pretender en este caso eficiencia económica alguna, por definición. Como casi siempre el Estado maneja las que se consideran necesidades básicas de la población, la huelga es poco menos que un abuso.

Pero el punto crítico es cuando la huelga se realiza contra el Estado en su calidad de formulador de leyes generales que regulan el mercado laboral, con sus beneficios y costos implícitos. El Estado, entrometido en el delicado equilibrio entre los factores económicos, pasa ahora a recibir la presión de un acto de fuerza. En cambio, los productores, los empresarios, los consumidores y los contribuyentes, no tienen igual capacidad de tomar medidas de fuerza protegidas por la ley. Por caso, los contribuyentes no pueden hacer una huelga impositiva. El consumidor puede dejar de consumir hasta un cierto punto. Los empresarios pueden no invertir o cerrar sus fábricas, lo que sería su modo de huelguear, con efectos fatales para el bienestar y el crecimiento.

En un momento mundial donde la competitividad es vital, estos mecanismos entran en colisión con la realidad y con la lógica. Francia y el Reino Unido, por ejemplo, van a flexibilizar su sistema laboral de distintas maneras, y también van a bajar el gasto. Lo mismo hace Brasil. En este último caso, Uruguay ha vuelto a hacer oír su voz equivocada abogando por un proteccionismo que no tiene cómo pagar, pretendiendo que el Mercosur, ya suficientemente manoseado, se transforme en gendarme de las inmerecidas conquistas laborales sin contraprestación y del dispendio en el gasto. O sea, tras protestar porque la unión regional no es efectiva para hacer tratados comerciales, quiere emascular el comercio entrometiéndose en las políticas internas de sus socios.

Todos estos cambios ineludibles e imprescindibles globales deberían ocurrir automáticamente si el Estado no hubiera metido sus dedos en las relaciones entre los productores y las empresas y sus
trabajadores, cuando rigidizó las reglas que ahora tiene que flexibilizar.

En tal encrucijada, lo que hacen los trabajadores es hacer huelga para defender lo que creen sus derechos y sus conquistas. ¿Contra quién? Contra el Estado. Pero contra el Estado en su carácter de legislador y ese es el tema peligroso y complicado. Las leyes que determinan la jornada mínima, las indemnizaciones, el sistema de accidentes de trabajo, los códigos laborales, los salarios mínimos, las prohibiciones, los subsidios, el sistema de representatividad sindical y similares son leyes como cualquier otra.

Los países, Francia, Reino Unido, Argentina, Brasil, Uruguay –sí, también Uruguay–, eligen los representantes y los gobernantes a los que ungen con el derecho exclusivo de hacer y aplicar leyes.
Lo hacen con un método democrático, para que rijan cada nación por encima de los sectores. Una huelga contra sus decisiones es una huelga contra la democracia. Una presión intolerable. No diferente a una rebelión impositiva, a una asonada para evitar la acción policial, a una acción colectiva de deserción escolar o a cualquier otra acción colectiva que se oponga a la ley o a la formación de leyes.

En Uruguay sería todavía más complicado y menos democrático. La central gremial es parte del gobierno, legalmente o con algún otro tipo de formato. Las grandes seudoempresas son del Estado. A su vez el Estado, o sea el gobierno democráticamente constituido, debe pasar por filtros internos no tan democráticamente instituidos para legislar. Pero luego, los gremios se reservan el derecho de huelguear para impedir o modificar esas leyes si no les agradan.

Más allá de las consecuencias económicas ineludibles que este accionar tendrá en este o en
cualquier país y en los trabajadores en especial, hay un contrasentido político de fondo. A menos que se decrete que el gremialismo es un partido político con reglas propias que, al amparo de una esotérica, exclusiva e inasible poliarquía, lo ponen por encima de la democracia. Su eslogan podría ser: por los votos o por la fuerza.

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