Literatura contra la muerte

No es novedad que uno de los graves problemas endémicos del Uruguay es el centralismo. A pesar de los muchos y diversos esfuerzos, Montevideo sigue siendo un monstruo insaciable que lo fagocita todo.

El campo, las ciudades del interior, los pueblos más o menos grandes, no existen o, mejor dicho, solo existen para la tragedia, para la crónica roja, para el titular rimbombante.

Es como si en el imaginario colectivo se hubiera instalado para siempre la idea de que fuera de la capital del país solo existen playas hermosas y una tierra fértil apta para todo cultivo, que además suele dar excelentes jugadores de fútbol.

No obstante esto, de un tiempo a esta parte un puñado de escritores nacidos en el interior del país están empeñados en demostrar que el arte puede ser un instrumento ideal para empezar a cambiar las cosas.

Autores como Gustavo Espinosa, Damián González Bertolino, Valentín Trujillo o Martín Bentancor son hoy la vanguardia de una literatura nacional que desde la fundación misma del país ha tenido en el interior un semillero inagotable lleno de nombres ilustres.

El inglés, Premio Nacional de Literatura del MEC 2014, hace honor a esa tradición y le da un nuevo impulso, con una trama que se apoya en las raíces de la tradición oral para reivindicar la magia de la literatura y, en definitiva, de la comunicación entre los hombres.

El poder de la palabra, capaz de espantar a la misma muerte, es patente ya desde las primeras líneas de esta novela de Bentancor, que comienza con un velorio en un Canelones rural suspendido en el tiempo.

Tras los saludos de rigor al difunto y a medida que los asistentes se van retirando, solo quedan en la habitación cuatro personajes que pasarán el resto de la noche en compañía del muerto.

Impacta de entrada la prosa del autor, capaz de describir cada detalle físico y psicológico de este cuarteto heterogéneo, compuesto por el yerno del fallecido, el fletero Fagúndez, el maestro y Samurio, personaje que, para amenizar la noche, relata la historia del inglés William Collingwood que, según se cuenta, llegó a los pagos de la Tercera Sección en 1922.

Este pionero, un verdadero adelantado en las tierras desoladas al borde del río Santa Lucía donde se desarrolla la historia, llega al pago en un Ford T manejado por un sirviente chino, para hacerse cargo de la estancia que ha comprado desde su país natal.

Lo curioso es que a la larga, la reacción de los oyentes es tan interesante como las aventuras del inglés, doble plano ficcional que Bentancor maneja con mano maestra, logrando que el lector se interese por igual en los dos hilos narrativos que tejen la novela.

Más sorprendente aún es que a medida que se lee, se tiene la sensación de estar caminando por una playa desierta de fina arena, donde el lector descubre, a cada rato, preciosas caracolas semienterradas, pequeños detalles que sobresalen por encima del relato principal.

Porque importa más que el narrador, la mosca que sobrevuela el ataúd del difunto y que se posa en la frente del muerto donde este ha recibido un beso tras otro. Porque pesa más una fotografía del inglés con su mujer al borde del río Santa Lucía, que la historia entre ellos. Porque conmueve más el niño que no habla y después sí, que la pelea del sirviente chino con cuatro peones.

Quizá para lograr este efecto de placer en cuotas en el lector, es que Bentancor no puebla la novela con demasiadas aventuras del inglés. O tal vez, la ausencia de una más profunda descripción de la psicología del personaje se deba a que como todo buen mito o leyenda que se transmite de forma oral, debe haber partes que no se revelen nunca.

De todas formas, la novela se justifica y disfruta de la primera a la última página.