Por Juan Carlos Carrasco*
Los pitufos no necesitan presentación. Los hemos conocido suficientemente por lo que se ha dicho de ellos al compararlos con la sociedad comunista. Considero, sin embargo, que se puede juzgar el incidente todavía desde otro ángulo: cómo debe proceder el Estado laico ante el problema. Aparentemente, la reacción en los medios se produjo porque es inadmisible comparar la sociedad comunista real con la sociedad de la fábula de los pitufos. Decir que en una sociedad comunista todo es de todos, no hay más injusticias y cada uno sólo piensa en las necesidades de los demás, tiene poco que ver con la realidad de Rusia y China antes de 1990, en que murieron decenas de millones de personas perseguidas por sendos regímenes comunistas. O con la realidad de América Latina, que padeció una sucesión de revoluciones marxistas durante la segunda mitad del siglo XX y hasta nuestros días.
La comparación es hoy un disparate, en buena medida porque cayó el muro de Berlín y conocimos la cruda realidad, ocultada al menos hasta los años setenta. Para ilustrar esto basta una anécdota. El muro de Berlín cayó en la noche del jueves 9 al viernes 10 de noviembre de 1989. Apenas cinco meses después, el Papa Juan Pablo II –protagonista de esos cambios- visitó Checoslovaquia, el 21 de abril de 1990. Fue recibido en el aeropuerto por el presidente, Václav Havel, un luchador de la libertad de expresión y los derechos humanos, elegido en la primera elección democrática post-soviética. El discurso de Havel comenzaba: “Su Santidad. Mis queridos compatriotas. No sé si estoy seguro de qué es un milagro. Y a pesar de eso me atrevo a decir que en este momento estoy siendo testigo de un milagro: el hombre que hace seis meses fue arrestado por ser enemigo del Estado, está hoy aquí ante vosotros como presidente, dándole la bienvenida al primer pontífice de la historia de la Iglesia Católica que pisa nuestra tierra.” Así sintieron esos pueblos el fin del comunismo.
Decía antes que, frente a esa realidad, hoy nos parece un disparate. Pero si hace 100 años, en el momento de la Revolución rusa, esa fábula se hubiera contado, habría resultado feliz porque el comunismo prometía exactamente eso. Cabe preguntarse si lo que vino después podía haber sido previsto en ese preciso momento. ¿Podía algún Estado adelantarse al desastre y haberlo impedido? La respuesta es afirmativa. Conociendo el contenido de la doctrina marxista, se podía estar seguro que no podía acabar de un modo distinto. Se trataba de un régimen ateo, que negaba la propiedad privada, que describía la sociedad necesariamente dividida en dos clases en pugna, en que una de ellas aplastaría a la otra, y con eso se llegaría a un estado de felicidad perpetua para el hombre. Más brevemente: negaba la libertad religiosa y la propiedad privada, definía las relaciones humanas como antagónicas y prometía el cielo. Bastaba saberlo para comprender que ese cúmulo de ideas “científicas” atacaba de lleno la esencia del hombre. Esencia es lo que todos los hombres poseemos simplemente por serlo. Características que nos definen y que no se pueden destruir sin destruir al propio hombre: su libertad, su ser religioso, su derecho a poseer lo que le es necesario para desarrollarse, su capacidad de dialogar. El comunismo iba a fracasar, pese a los 70 años que sobrevivió.
Ahora bien, si el Estado fuera laico, ¿podía igualmente conjurar el peligro marxista y evitarlo? La respuesta es negativa. El Estado laico ya ha atentado contra la libertad religiosa de cada persona, al someterla a la educación agnóstica estatal, sin que los padres tengan la opción de proporcionarle –en las condiciones de gratuidad– la religión que ellos quieren. Los hechos lo demostraron. La ideología de izquierda entró en Uruguay, en buena medida, a través de la Universidad estatal agnóstica y monopólica. Y así se fue difundiendo desde las capas intelectuales hacia el resto de la sociedad. No alcanzó la democracia para detenerla, porque la democracia no estaba asegurando en ese momento una libertad total.
Podemos estar hoy frente a un fenómeno similar, aunque no haya llegado aún a nuestro país. El Islam. Es un caso diferente porque se trata de una religión monoteísta, pero con algunas aberraciones que habrá que saber discernir sin afectar la libertad de las personas. De ese modo, las necesarias prohibiciones serán puntuales y eficaces. Pero nuevamente veo al Estado laico y lo imagino con prohibiciones absolutistas –ya se dan en Francia- engañándose en su “neutralidad”, que le impide el necesario discernimiento.
* Ingeniero, magister en Gobernanza de Organizaciones
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