Asesinan a sangre fría a un policía y el subsecretario del Ministerio del Interior, Jorge Vázquez, en su primer comentario público sobre el suceso, afirma, entre otras cosas, que el abatido "estaría desempeñando una tarea de seguridad no autorizada y sin las medidas de protección que el Ministerio recomienda".
El comentario suena como decirle a una mujer que fue violada que tuvo responsabilidad en el crimen por haber estado maquillada y tener puesta una minifalda. O que le digan a alguien que se está muriendo de
cáncer de pulmón que la culpa es de él por haber sido fumador. Con grandes líderes políticos como F. D.
Roosevelt y Winston Churchill aprendimos que un buen gobernante no solo es aquel que hace prosperar a su país, en orden, con respeto y libertades públicas, sino también alguien que sabe cómo y cuándo hablar y opinar sobre un tema de interés público, máxime cuando la vida es la que está en juego.
Quizá por la inútil muerte de una persona de bien, por la forma cómo se produjo el homicidio a sangre fría (en otras partes ese solo detalle serviría para dictar cadena perpetua o pena de muerte), o bien porque siente impotencia ante el aumento del número de crímenes aberrantes, Jorge Vázquez y su discurso fueron víctimas de las consecuencias del hecho.
Cualquiera puede equivocarse, aunque la ciudadanía esperaría que una figura de mando supiera estar a la altura de las circunstancias y, de ser posible, incluso por encima de estas. Es lo mínimo que se pide para situaciones así.
En lugar del establecimiento de nuevas medidas para intentar cortar o enfrentar el aumento de la violencia criminal (como por ejemplo la creación de una fuerza de elite al estilo SWAT -
Armas y Tácticas Especiales- que hubiera funcionado muy bien en la toma de rehenes la semana pasada en un supermercado o en casos que seguramente muy pronto deberemos padecer), Vázquez prefiere desviar la atención y centrar su comentario en el posible error del otro.
Difícil de entender y de aceptar, sobre todo viniendo de un subsecretario. En los
deportes (la analogía es válida), si un entrenador culpara a los jugadores de una derrota, sería razón suficiente para arruinar por completo su credibilidad.