La irracionalidad que existe en la mente o en los actos criminales está ampliamente estudiada y comprobada en los hechos: cuando aparece una víctima con la que el victimario se ensañó, es altamente probable que el acto haya sido protagonizado por personas que se conocían, que seguramente tenían algún lazo afectivo.
Contra lo que la lógica de las sanas relaciones humanas podría indicar, los cruces violentos entre desconocidos suelen ser fugaces, generalmente imprevistos, situaciones mal resueltas que no buscan el daño físico sino otro objetivo, como por ejemplo la obtención de un bien por vía de la fuerza.
En cambio, la violencia ejercida contra quienes conocemos, contra quienes alguna vez intercambiamos palabras amables, contra quienes alguna vez amamos, es feroz, persistente, en ocasiones maliciosamente planificada.
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La historia demuestra cómo, en ocasiones, las guerras civiles suelen ser escenario de actos dantescos y más sangrientos que otros conflictos entre naciones; hombres que violan a las mujeres del vecino y luego llenan fosas comunes con los cadáveres de familias enteras con las que un tiempo antes convivieron. El fratricidio parece casi un acto fundacional de la condición humana. Caín y sus manos manchadas con la sangre de Abel y luego preguntándose: "¿Acaso soy yo el custodio de mi hermano?".
Los actos atroces perpetrados por los hombres en su peripecia vital sobre este planeta se han saldado de, por lo menos, tres maneras: con el exterminio del semejante, con el fin simultáneo de las hostilidades sobre la base del perdón, o por la acción de un tercero que pone fin a la masacre.
La segunda de las opciones es la menos común y antes de que llegue suele haber mucha sangre derramada como para poder luego perdonar; la ausencia de la tercera iniciativa –el ajeno que intercede- terminó provocando demasiados conflictos concluidos por la vía de la primera de las opciones, la aniquilación del enemigo. Ejemplos sobran: Armenia, Camboya, Ruanda, y contando. Y cuando se intercede pero tarde, los resultados no son mucho mejores, y sino que lo diga el pueblo judío.
Si el hombre es el lobo del hombre no hay otra opción que la que sea también su cordero
En una era en que la fuerza creadora del individualismo terminó confundida con el egoísmo, y en la que la promiscuidad exhibicionista de las redes sociales convive con la intimidad enfermiza alentada por el hacer ojos ciegos y oídos sordos al dolor ajeno, no queda otra salida que la redención por la vía de un nuevo catecismo laico.
Esta doctrina debería promoverse, por los métodos y caminos que sean necesarios, como materia obligatoria para poder habitar este planeta y respirar el aire que respiran los iguales: no matarás a tu hijo, ni a tu hermano, ni a tu cónyuge, ni permitirás que el prójimo haga lo propio con los suyos. O sea, que además de respetar a tu sangre como respetas a los extraños, que "el no te metás" sea elevado, o deprimido según se mire, a delito de lesa humanidad.
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