Abundan las películas en las que algún personaje, antes de morir, dice cosas ingeniosas o, incluso, se sonríe. Ya en las viejas películas del oeste cuando dos cowboys disparaban al mismo tiempo, el que se reía era, seguro, el que se venía abajo. La ficción parece no enterarse de que el momento de la muerte debe ser terriblemente incómodo como para andar sonriendo, despidiéndose o filosofando.
Sin embargo, a Pancho Villa le alcanzó el aliento para reclamarle a un periodista que era testigo de su rápida agonía: “Por favor, escriba que dije algo”. Y está el caso de aquella dama de alta alcurnia que le pidió al cura que le daba la extremaunción: “Retírese, no me gusta su estilo”. De Nostradamus no se podía esperar otra cosa: “Mañana estaré muerto”, vaticinó y, para su desgracia, acertó. Luis Buñuel fue gráfico –“me muero”, dijo- y Albert Eistein debe haber suspirado algo trascendente pero la enfermera que lo atendía no sabía alemán. Acaso, Napoleón fue uno de los que se despidió más bellamente con su último “Josefina…”.
Cuento todo esto nada más que para avisar que si alguien no vio la serie Six Feet Under –que ya tiene más de diez años añejándose- no sabe lo que se pierde. La historia trata de una familia de funebreros donde la vida y la muerte son el soporte de una de las mejores cosas que ha dado la televisión. Se la descuelga fácilmente de esos sitios de los que también se bajan las películas donde los vivos se ríen antes de morir.
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Steve Jobs
A Steve Jobs, el genio de la modernidad líquida y de la solida, lo mató la ignorancia y la soberbia. Según se narra en una de sus biografías, cuando a Jobs le informaron sobre su cáncer de páncreas y acerca de la necesidad de operarlo para salvarle vida, este hombre admirado por su sapiencia sobre las máquinas, eligió el pensamiento mágico. Se negó a la cirugía porque no quería que su cuerpo fuera “violado” y se automedicó con hierbas, tisanas y otras recetas de la abuela. Además, recurrió a espiritistas y confió en la fantasía de que si uno ignora una cosa, esta deja de ocurrir. Cuando se dio cuenta de que ni los espíritus ni las raíces maceradas lo iban a curar, recurrió arrepentido a la ciencia. Pero ya era tarde. El genio inoxidable, murió por culpa de su ignorancia y por la ineficacia de los fantasmas y de la macrobiótica.
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JFK
Aires descerrajados
le crecieron en la espalda,
golpes parietales
(de abajo hacia arriba)
quedaron suspendidos,
guardados en su techo,
en los calibres heredados,
en el herrumbre de salida.
Los médicos responsables de la salud del presidente de Estados Unidos John Fitzgerald Kennedy (Brookline 1917-Dallas 1963) estaban seguros de que las altas dosis de cortisona y de testosterona que le aplicaban al mandatario para calmarle los insoportables dolores de su espalda, le aumentaban de tal modo el colesterol y la presión arterial que difícilmente el paciente hubiera sobrevivido hasta los 50 años de edad. Según el diagnóstico, las balas de Lee Harvey Oswald le robaron a Kennedy menos de cinco años de vida a cambio de un poco de eternidad.
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