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Boric y el mito de Sísifo

El presidente chileno se ha pasado la primera mitad de su mandato entrampado en un frustrante proceso constituyente que no logró su cometido. Ahora puede empezar a gobernar… una vez más
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22 de diciembre de 2023 a las 05:01

En lógica se le conoce como “falacia de causa única”, la idea de que un desenlace o evento social obedece a un único hecho del pasado. Se trata de un error de análisis muy común, que describe muy bien el dilema chileno.

Los chilenos creyeron –o quisieron creer– que los problemas de su sociedad, expresados en el estallido social de 2019, estaban en la Constitución de 1980. Y así, muerto el perro, se acabó la rabia: había que promulgar una nueva carta magna; con ello Chile se convertiría en una sociedad más igualitaria, más progresista, se convertiría en un estado de bienestar.

La premisa se demostró falsa.

Cambiar la Constitución de Pinochet era un viejo anhelo de la izquierda chilena. Y quién podría no estar de acuerdo; el texto estaba viciado de origen. Es cierto que buena parte del mismo había sufrido reformas significativas, y que desde 2005 ya no llevaba la firma del dictador, sino la del presidente socialista de entonces, Ricardo Lagos.

Como sea, no tiene presentación que hayan mantenido la Constitución de la dictadura, aun si su texto fuera el mejor. En democracia, la forma también es fondo. La democracia chilena debió haber barajado y dado de nuevo mucho antes; la constituyente se debió haber convocado, si no era posible a la salida de la dictadura (porque desde luego, no lo era), poco después de retirado Pinochet.

Pero no. Los gobiernos de la Concertación, conscientes de los buenos resultados económicos que los precedían y quizá temiendo un “efecto mariposa”, quisieron tocar el modelo lo menos posible.

Es así que todo desemboca en el proceso constituyente post estallido social.

En octubre de 2019 los chilenos salieron a las calles a reclamar justicia social. El modelo se había agotado: la prosperidad económica que había convertido a Chile en la excepción latinoamericana no llegaba a todos los chilenos, dejaba a demasiada gente por el camino; y la violencia estalló en las calles.

Al final prevaleció la vieja idea de que la desigualdad venía dada por la Constitución de Pinochet, la madre del borrego, el pecado original. Había que cambiarla.   

Primero fue el texto que emergió de una Convención Constitucional integrada por una aplastante mayoría de extrema izquierda. Este establecía la refundación de Chile como un Estado plurinacional, entregar el control de territorios a los pueblos mapuches, restricciones al sector privado, menos libertad económica y hasta dejaba la puerta abierta a las expropiaciones. Desde el texto constitucional, se garantizaba a los chilenos una gran revolución, en el sentido de que suponía una enorme transferencia de poder.

Ese proyecto fracasó, perdió por paliza en el plebiscito de septiembre de 2022 con el 62% de votos en contra.

Luego vino el texto que emergió de la extrema derecha, en un proceso liderado por el Partido Republicano de José Antonio Kast, y que acaba de ser rechazado en las urnas. Este era, en lo social, aun más conservador que la Constitución vigente y, en lo económico, más neoliberal.

También sucumbió.

Evidentemente los impulsores, tanto del primero como del segundo proyecto, no entendieron lo que es una constitución, para qué sirve. Legislar es una cosa. En ese caso es normal hacer valer mayorías circunstanciales para aprobar tal o cual legislación conforme a las políticas, o a la ideología, de un movimiento político. Pero redactar un texto constitucional va mucho más allá de las mayorías que se puedan tener en un momento dado; la Constitución política o Ley fundamental de un Estado es un pacto social, y como tal, debe abarcar a toda la ciudadanía.

En ninguno de los dos casos se entendió esto, primó el maximalismo y el sectarismo a ultranza.

Y así, en la campaña para el plebiscito del pasado domingo, se dio la paradoja de que la izquierda era la que defendía el voto “en contra”; es decir, quienes en principio habían propuesto cambiar la Constitución de raíz eran los que ahora defendían su permanencia.

Al final, los chilenos decidieron rechazar el cambio por segunda vez.

En resumen: Un texto muy radical de izquierda, y el otro muy conservador de derecha. Resultado: se mantiene la Constitución vigente, la de Pinochet, que ya parece uno de esos monstruos de las viejas películas de terror psicológico, donde los mataban diez veces y volvían a revivir otras diez veces.

Tras el veredicto de las urnas, Boric dio por concluido el proceso constituyente. “Pelota al piso”, dijo el mandatario; quiso decir “pelota al medio”. Pero su semblante se parecía más bien al mito de Sísifo, o para seguir su alegoría futbolística, al golero que le llenan la canasta y la tiene que ir a buscar varias veces al fondo de la red.

Aunque también es cierto que este último resultado le deja al menos un sabor a empate. Pero no puede soslayarse que la derecha ya había ganado con el solo hecho de que lo que finalmente estaba sobre la mesa era adoptar su constitución conservadora o mantener la de Pinochet.

Tal vez lo más rescatable de todo este frustrado proceso haya sido que en el final prevaleció el centro. Es lo que en teoría política se conoce como la Ventana de Overton: la mayoría de los electorados se mueve en una franja de ideas moderadas. En Chile, lo único que ha ocurrido, después de cuatro años y un montón de propuestas de extrema, es que los chilenos han regresado al centro.

Queda ahora el pendiente de imprimirle al texto constitucional un rostro más humano –a través de alguna reforma–, y limarle algunas provisiones deliberadamente neoliberales que no tienen razón de ser. Mientras tanto, es lo que hay.

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