Eduardo Espina

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El fin del comunismo

Se acaban de cumplir 30 años de la caída del muro de Berlín; el mundo ha cambiado y hoy en día las libertades individuales son innegociables
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11 de noviembre de 2019 a las 05:04

La semana pasada una cadena informativa internacional preguntaba a sus seguidores: “¿Recuerda lo que estaba haciendo el 9 de noviembre de 1989 a la hora en que cayó el muro de Berlín?” Es una fecha histórica de la cual muchos han de recordar vívidamente la hora y el lugar donde tuvieron conocimiento del suceso que por propio peso se ganó un lugar permanente en el álbum de aniversarios sin fecha de vencimiento, en la misma sección donde están el asesinato de John D. Kennedy o la caída de las torres gemelas la fatídica mañana del 11 de septiembre, martes.

Yo recuerdo dónde y la hora. Parece que hubiera sido ayer nomás y sin embargo. Había asistido a un simposio literario en Nueva York y estaba sentado en una pizzería a la hora en que las cámaras de televisión hacían sentir al televidente su complicidad con un momento irrepetible. El hecho me tomó de sorpresa, no porque fuera inesperado, todo lo contrario, sino por la forma cómo los berlineses de ambos lados del muro lo estaban viviendo, algunos con un pico en la mano, exaltando su júbilo mientras destruían el cemento que había dividido dos épocas y dos estilos de vida. El muro había sido construido a punta de fusiles, y lo tiraban abajo ciudadanos desarmados. La diferencia entre el comunismo y la democracia no es tan desdeñable.

En los rostros de sorpresa de quienes esa misma jornada iban a poder conocer el lado oeste de la ciudad alemana presenciamos un júbilo inaudito que obligaba a preguntarse cómo era posible, cómo, que los regímenes comunistas hubieran tenido quienes los apoyaran, defendiéndolos con una retórica cavernaria en su época y también hoy, 30 años después. Cómo era posible que en América Latina hubiera quienes llegaron a decir que en la Alemania Oriental se vivía mejor, con mayor dignidad, que en la del Oeste. Un par de escritores uruguayos me lo dijeron. En fin.

¿Le llamaban ‘dignidad’ a estar bajo el radar permanente del Ministerio para la Seguridad del Estado, o Stasi, que en varios kilómetros de archivos ubicados en sótanos secretos mantenía los expedientes de todos los ciudadanos, los cuales debían vivir bajo extrema vigilancia, además de la pobreza y del escrutinio ideológico al que eran sometidos? Cómo era posible que el comunismo despertara fanatismos, más allá del de aquellos que en el poder disfrutaban una vida de lujo, pues esos, ni en la República Democrática Alemana, en la URSS, en Corea del Norte, Cuba o en la Venezuela actual se privan de nada, todo lo contrario, hacen de sus derroches una excepción.

Tres días después de la caída del muro de Berlín, que duró en su lugar 28 años y cuyos vestigios son hoy atracción turística, me dijo un ruso exiliado: “El mundo ahora será mejor, por lo menos un poco mejor”. Perseguido y encarcelado por las autoridades soviéticas, la caída del muro berlinés representó para él un cambio radical en la historia de la humanidad. Para alguien que había nacido y sufrido las penurias y horrores del comunismo soviético, el fin de una representaba también el nacimiento de otra nueva. 

La fiesta, sin embargo, no duró mucho, pues el mal siempre tiene descendientes y el mundo nunca será un lugar del todo seguro. Podrán cambiar gobiernos y caer tiranos y dictadores, pero la realidad jamás tendrá una estabilidad permanente ni estará librada de quienes piensan que vivir en la opresión y ser oveja del rebaño ideológico es un detalle menor.

El mundo da la impresión de ser hoy un lugar menos seguro y previsible que 30 años  atrás cuando la caída de un muro, real y simbólico, generó esperanzas sobre un recomienzo de la historia, diferente y más prolongado. Vivimos aun en la inestabilidad y cualquier problema colectivo de importancia, sea ya un fenómeno de la naturaleza o un conflicto militar con repercusión regional, nos devuelve ese poderoso sentimiento de desprotección y vulnerabilidad que caracteriza a nuestra existencia en este planeta. 

Treinta años atrás por estos días, cuando cayó el muro de Berlín y con él una de las ideologías dominantes (cayó pero ha intentado varias veces volver a pararse: en eso las ideologías tienen mayor poder de recuperación que los muros), una de las grandes y más sangrientas mentiras en la historia de la humanidad, creímos que el mundo sería a partir de entonces global. 

En varios aspectos, tal intuición auspiciada por el entusiasmo del histórico momento se hizo casi realidad. Como corolario de la globalización, hoy los rusos pueden ver pueden ver MTV, los chinos, convertidos en maestros del control remoto, tienen acceso a CNN, y los uruguayos pueden ver una serie de Netflix o HBO a la misma hora que la está viendo alguien en Berlín o en Nueva York. El muro del aislamiento fue otro de los que también se vino abajo.

Aunque por voluntad de sus habitantes el planeta se hizo rehén de la misma imagen catódica (cambian los idiomas, el contenido es casi el mismo), en unas cuantas cosas la libertad mental y física –aquella que no pudo ser absorbida por la ideología– es hoy mucho mayor. Los reunificados berlineses, que en estas tres últimas décadas se han acostumbrado no sin inconvenientes a la democracia, la tolerancia y la libertad, nada menos, lo saben mejor que nadie.
 

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