Había una vez un señor. No, no un señor, un adolescente. Al adolescente le tocó nacer en un pueblo minúsculo y desahuciado en el medio de Ohio, bien cerca de donde el diablo perdió el poncho, y se las tuvo que arreglar. Fue al liceo hasta que pudo y en un momento tuvo que ponerse a trabajar. No era raro para él, ya que la mayoría de los jóvenes de Knockemstiff, llegado el caso, abandonaban los estudios casi a la misma altura. Fue así que entró a una planta procesadora de carne, después pasó a una fábrica de papel y ahí se quedó treinta años. Treinta.
La historia podría haber sido la siguiente: el adolescente, ahora un hombre de mediana edad, se mantiene en su puesto, sin asensos ni aumentos de salario, trabajando 15 horas y ganando lo suficiente para mantener la huerta y las gallinas que le dan de comer.
Vive su vida bucólica bajo el sol de Ohio hasta que el atardecer de la vida lo encuentra y lo manda al cajón sin sobresaltos. Si tiene suerte, le escapa a la cirrosis o al cáncer y se va del mundo como llegó: sin hacer ruido, pasando inadvertido para el resto de la humanidad, como la ínfima partícula sin importancia en el entramado histórico de la raza humana que fue.
La historia, sin embargo, terminó siendo así: el adolescente, ahora un hombre de mediana edad abotagado por su vida en la fábrica, decide dar un vuelco. A los 52 años y con estudios completados a los tumbos, decide inscribirse en el programa de escritura creativa de la universidad estatal y empieza a escribir cuentos. Sin pudor, comienza a enviar esos relatos a revistas y los ojos del mundo editorial se posan en esa ínfima partícula oriunda del improbable pueblo de Knockemstiff que, de repente, resplandece y promete algo grande. El hombre consigue publicar su primer libro de cuentos, lo titula como su pueblo y es un éxito. Tres años después publica su primera novela, El diablo a todas horas, y la crítica se tropieza y se desgarra las vestiduras para besarle los pies. También, se hacen muchas preguntas: ¿de dónde salió este profeta rural, este heraldo perverso que habla de las depravaciones más chocantes del corazón del país? ¿Cómo se guardó eso durante tanto tiempo? ¿Qué más tiene para ofrecer?
El hombre –pongámosle nombre ya: se llama Donald Ray Pollock– pasa algunos años fogueándose un poco más. Y en uno de esos años de fermentación tardía, se gana la beca del Guggenheim Felowship, quizá una de las becas artísticas más importantes del mundo. Pocos años después publica su segunda y, hasta el momento, última novela: El banquete celestial. Es un wéstern despiadado que hunde sus raíces en el interior de la truculenta historia estadounidense. Es la confirmación de que el mundo, quizá por azar, se encontró con un escritor superlativo, inclemente, dispuesto a todo y capaz de alcanzar un ritmo endiablado que dejaría perplejo a cualquier colega. O lector. O persona.
No sorprende que la carrera de Donald Ray Pollock haya comenzado con un estallido. Que haya horrorizado y dejado estupefactos a los primeros editores que se asomaron a su obra sin saber qué les esperaba entre las páginas. La primera línea del primer relato de Knockemstiff –la primera entrega de la que, hasta ahora, conforma su escueta pero contundente obra y que se encuentra completa en Uruguay editada por Literatura Random House– deja claros los caminos que su narrativa tomará: “Mi padre me enseñó a hacer daño a la gente una noche de agosto en el autocine Torch cuando yo tenía siete años. Era lo único que se le dio bien alguna vez”. Si no es suficiente, pasemos a las primeras líneas del segundo relato del libro, que son todavía más crueles: “Volvía yo de las Mitchell Flatts con tres puntas de sílex en el bolsillo y una serpiente muerta y echada al cuello cuando pillé a un chaval llamado Truman Mackey follándose a su hermana pequeña en el Hoyo de la Dinamita”.
Desde sus primeros trazos, Pollock hurgó en el mal que anida, habita, convive y va al baño con nosotros. Mejor dicho, con el mal que habita en la zona de Estados Unidos en la que nació, porque el autor tomó como insumo para todas sus historias el lugar en el que pasó toda su vida. De todas formas, sobre el final de Knockemstiff aclara que el pueblo no es ni fue el antro de la perdición que encontramos en su obra. “Yo creí en la Hondonada –así le dicen al pueblo–, y mi familia y mis vecinos eran buena gente que nunca dudó en ayudar a quien lo necesitara”, dice, como disculpándose por tanto horror.
La crudeza de ese entorno, que replica al prototipo white trash por excelencia –el habitante de zonas rurales, analfabeto, ignorante, homófobo, racista y amante de las armas–, se tamiza con héroes acomplejados y en busca de la redención que, a pesar de tener intenciones nobles, son acechados por sombras y pasados oscuros. Y sus derroteros, con frecuencia, terminan mal.
En El diablo a todas horas (2011), quizá su mejor historia, Pollock presenta la historia de Arvin, un joven con un pasado trágico que debe enfrentarse a sheriffs corruptos, vecinos chismosos, curas violadores y asesinos seriales. Sin embargo, tiene de su lado a parientes bondadosos, vendedores honrados y un par de episodios que traen luz entre tanta oscuridad. En El banquete celestial, su trabajo más reciente y extenso, el autor pone en página una historia triste, melancólica y violenta en la que tres hermanos son empujados a la delincuencia y terminan huyendo por el país hacia Canadá, con la promesa de encontrar algo de paz. En ambos títulos lo que prima es una tensión, o más bien una pelea en el barro, entre las bajezas más repulsivas de la humanidad y un talante heroico que puja por lograr un poco de justicia en un universo donde la que manda es la depravación.
En Pollock, un deudor implacable de William Faulkner y Cormac McCarthy, el sueño americano baja a nivel del piso, del barro, y se trastoca, creando situaciones incómodas, desesperadas, impresionantes y, aunque parezca difícil de creer, adictivas. Sus escenas bien podrían formar parte del corpus más oscuro de los hermanos Coen –hay una suerte de humor maligno flotando en aire– o de Quentin Tarantino, y quizá es por eso que el cine posó sus ojos en él y ya tenemos una adaptación de su obra en 2020.
Se trata, justamente, de El diablo a todas horas, una película producida por Netflix que se basa en su primera novela y que podrá verse en la plataforma desde el miércoles 16 de setiembre. Su elenco está integrado por Tom Holland, Robert Pattinson, Sebastian Stan, Riley Keough y Bill Skarsgard y por lo que se ve en los adelantos será tan impactante como el texto que la inspira.
Es curioso que frustrando tantos sueños americanos con su escritura, la propia historia de Pollock sea la del hombre que “se hizo de abajo” hasta conseguir un lugar de renombre, un escape a esa existencia que le marcaba en el calendario una muerte ignota, silenciosa, sin importancia. Y es curioso, además, que lo haya hecho con una fórmula que es casi hasta un cliché: la del “pueblo chico, infierno grande”. Pero quizá el éxito no haya tenido que ver demasiado con esto, porque, en realidad, esa frase no se ajusta muy bien a las historias de Pollock. A decir verdad, lo mejor sería decir que sus pueblos son chicos, sí, pero sus infiernos son, en cambio, gigantescos, incontrolables, arrasan con las esperanzas, carbonizan el pudor, retuercen el estómago, perpetúan imágenes en la mente y hacen que sea casi imposible, inconcebible, soltar sus libros hasta terminarlos.
Y el hombre no ha hecho más que empezar.
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