Ángel Ruocco

Ángel Ruocco

La Fonda del Ángel

El pan nuestro de cada día

Es pura y simplemente un alimento hecho de harina amasada con agua y sal, pero se trata del alimento que desde hace miles de años sigue siendo el mejor
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01 de junio de 2015 a las 00:00

Es pura y simplemente un alimento hecho de harina amasada con agua y sal, fermentada y a la que se le da forma antes de cocerla en un horno. Pero se trata del alimento que desde hace miles de años sigue siendo el mejor, el más rico y para muchos el más hermoso, como afirma el gran chef francés Alain Ducasse. Además de ser un elemento primordial de la alimentación humana y símbolo de vida… Está en cientos de dichos, refranes, proverbios, frases célebres, mitos y leyendas y forma parte de ritos de muchas religiones, incluyendo la cristiana.

Ese es el pan, uno de los inventos más geniales de la humanidad. Y su universo, compuesto por infinidad de productos diferentes y con los más variados usos gastronómicos, está hecho de olores y de efluvios, de recuerdos y de símbolos.

¿Quién no se acuerda de cuando era niño de los maravillosos aromas de los panes que su madre hacía en el horno de la casa o de los que salían, incitantes, de la panadería del barrio? ¿Y quién no disfrutaba entonces y sigue disfrutando ahora de las delicias de un marsellés untado con manteca a la hora del desayuno o se relame ante la cáscara crocante y la miga mórbida de un pan flauta, ideal para acompañar, mejorar o completar cualquier comida?

Pero esta atracción todo lo contrario de fatal que el pan ejerce sobre la raza humana –hay una sola, a la que pertenecemos todos los habitantes del planeta-- no es nueva. Comenzó en el Neolítico, hace más de 9.000 años, cuando nuestros antepasados, noveles agricultores, se pusieron, muy posiblemente en el área mesopotámica, diversas zonas del Oriente Próximo y quizás también en la India, a confeccionar panes, todavía sin levadura, tras moler cereales y fabricar harina de cebada, mijo, centeno o trigos primigenios.

Esos primeros panes se cocinaban en general sobre piedras planas o de algún modo entre las brasas o sus cenizas y tenían cierta similitud con galletas o focaccie chatas actuales. Luego vinieron la alfarería y los hornos de arcilla e, inicialmente quizás de casualidad, el empleo de la fermentación de las harinas por medio de lo que ahora llamamos levadura.

Alrededor del 2500 a.C. el trigo de grano tierno ya sustituía en gran medida a los otros cereales con los que se elaboraban panes en el mundo antiguo, incluyendo al trigo de grano duro o candeal, bueno para hacer fideos pero no muy adecuado para la panificación. Lo del continente americano, de poblamiento secundario y más tardío que el de Eurasia, es otra historia, la del maíz, y lo del Lejano Oriente, con China a la cabeza, donde el arroz cumplía y cumple el papel del pan, también es otra cosa.

Unas tablillas de arcilla con escritura cuneiforme en sumerio y acadio –conocidas como las tablillas de Yale-, que resultan ser el primer “libro” de recetas de cocina de la historia, permitieron establecer que hace unos 4.000 años en el reino mesopotámico de Mari había ya más de 200 variedades de panes. Unos eran ácimos y otros leudados con cerveza.

Por otra parte, aproximadamente por esa época, en Egipto también se había perfeccionado el arte de la panificación, que luego se extendió a las demás culturas del área mediterránea. En el Museo del Louvre se puede ver una escultura egipcia del 2.300 a.C. con una mujer amasando pan, que era el alimento ofrecido a los dioses. El faraón Ramsés III, por ejemplo, en sus 30 años de reinado regaló a los templos 6 millones de sacos de trigo y 7 millones de sacos de pan.

Ya en el siglo III a.C. había en Grecia, donde se mejoró aún más la panificación, 72 tipos diferentes de panes. En Roma, el pan con harina de grano tierno se difundió a partir del siglo II a.C., pero al principio su consumo fue un privilegio de las clases superiores. Luego terminó por llegar a la plebe, a la que los emperadores romanos dieron, para tenerla en su puño, “pan y circo”. En las cercanías del Coliseo se encuentra aún hoy la calle Panisperna, que evoca al antecesor de los actuales sándwiches, chivitos, choripanes y refuerzos, un emparedado de pan y fetas de pernil de cerdo, que era uno de los tentempiés preferidos de los asistentes a los cruentos espectáculos ofrecidos en el precursor de los estadios modernos.

Con las conquistas del Imperio Romano, el pan tal como lo conocemos hoy llegó a las Galias y allí los celtas comenzaron a elaborarlo con levadura de cerveza, lo que lo hizo más suave y apetitoso. Es lógico entonces que en la tierra de los galos haya nacido, unos cuantos siglos después, la exquisita baguette.

Asimismo es comprensible que, con esos antecedentes históricos, el pan con harinas de diferentes cereales haya alcanzado cumbres de calidad y enorme variedad en países como Francia, Alemania, Italia y España, sin olvidar los ricos panes del Oriente Cercano y Norte de África.
Entre muchos otros (la lista es prácticamente interminable) de probada calidad están (doy fe) la ya mencionada baguette francesa, la pagnotta con la que se acompaña la incomparable porchetta, de Genzano, Italia, el pan pita del Mediterráneo oriental y alrededores, los panes de Viena, complemento imprescindible de los frankfurters, el original pumpernickel, pan de centeno negrísimo y compacto, y los brötchen (panecillos
deliciosos) de Alemania.

En cuanto al Uruguay, dado el carácter de melting pot de su población, lo que ofrece en materia de panes es tan variado como el origen de sus habitantes. Los cereales con los que se hace el pan llegaron a la Banda Oriental con los españoles y por lo tanto inicialmente el producto era similar al de la Madre Patria. Luego vino el gran aluvión inmigratorio con italianos y franceses a la cabeza –amén de nuevos españoles- más alemanes, británicos, eslavos, siriolibaneses, centroeuropeos varios, entre otros, y finalmente armenios, que introdujo nuevos tipos de panes, ya definitivamente uruguayizados (valga el término).

Y un dato interesante: un paso fundamental en el surgimiento de la identidad nacional, la primera asamblea de los vecinos de la Banda Oriental, efectuada el 10 u 11 de setiembre de 1811 con la participación de José Artigas y de “las más respetables personalidades criollas” en las afueras de la sitiada Montevideo, se hizo en una panadería, la de Vidal. Como lo dijo Felipe Ferreiro en 1930 en el Diario del Plata, en la panadería de Vidal se produjo “el primer resplandor de la democracia oriental”.

Panaderos (¡lindo oficio!) como Vidal, muchos de ellos gallegos, catalanes, asturianos y de otras regiones de España, pero ya acriollados como el que más, son los que nos han proporcionado desde los albores de la patria un alimento cotidiano que solo, con condimentos diversos o como elemento base de recetas más elaboradas, saladas o dulces, acompaña a la humanidad desde el principio de la historia.

Dicho sea de paso, esperemos que no muera el pan artesanal (pero sin bromato de potasio) de las panaderías de barrio que empezó a ser asediado hace dos decenios por la panificación industrial, que copó los supermercados del país

Una lista muy parcial de los panes (repostería aparte) que comemos los orientales-uruguayos incluye el pan francés o flauta, quizás el más difundido en áreas ciudadanas junto con los pancitos porteños y las baguettes; el marsellés espolvoreado con harina de maíz, al que incluso el diccionario de la Real Academia Española señala como uruguayo; el pan de Viena que envuelve amorosamente a las salchichas de Francfort del Meno; las mórbidas tortugas y los panes catalanes de miga suave y sabor dulzón con los que hacemos chivitos y refuerzos de jamón y queso y de lo que venga.

Agreguemos la galleta de campaña y el criollísimo pan casero (con grasa), imprescindibles para muchas de nuestras comidas tradicionales; los panes de molde o lactales, bárbaros para hacer sándwiches caseros y tostadas; las rosetas, hijas de la rosetta romana (que en Milán se llama michetta), lindas para rellenar porque en su centro son huecas y otra italiana, la recién llegada y bonísima ciabatta (chancleta, en español), que aquí le dieron el nombre inexpresivo y cocolichesco de pan batta.

Están también los panes denominados cuernitos, parecidos a unos pancitos cremoneses; el pan pita (necesario para un rico shish kebab) que nos regalaron los armenios y, sobre todo, las hijas uruguayas de la pizza napolitana, que no es otra cosa que un disco de pan enriquecido con tomates, muzzarella y muchas cosas más. Y ¿cómo prescindir de unas buenas galletas marinas para un chupín como dios manda?
Y no nos olvidemos de los panes de harinas integrales y otros típicamente centroeuropeos, algunos espolvoreados con semillas de sésamo, que trajeron fundamentalmente los alemanes, algunas de cuyas panaderías siguen aún afortunadamente activas en Montevideo, mientras que desapareció una de raigambre italiana si no me equivoco, cuyo nombre no puedo recordar exactamente (¿Bottaro?, o algo parecido), que estaba en la ex Sierra, ahora Fernández Crespo, que por los años 50/60 del siglo pasado hacía panes negros sensacionales.

Por más que sea cierto que “no sólo de pan vive el hombre”, también es verdad que la versatilidad y ductilidad del pan lo hace poco menos que indispensable para la alimentación humana, por lo que podemos decir que “de pan vive el hombre”.

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