Sin pensar mucho salgo corriendo. Lo miro; me desvela por un segundo con sus expresiones sorprendentes y tiernas. Lo llevo y lo dejo bien acurrucado a su madre, busco que ese incomparable calor lo vuelva a dormir. La madre, hecha un oso polar hibernando, mucho más dormida que cualquier integrante del edificio de 11 paradas en el ascensor -que tiene seis apartamentos por piso- actúa por instinto. Le roza la nariz, le pasa el brazo por encima y me da un poco de calma para correr hacia la cocina.
Es de noche. Apenas pasan las seis de la mañana. El piso está frío y yo me estoy orinando. Pero me estoy orinando de verdad; es el insistente primer pichí de la mañana.
Busco entre los platos recién lavados el recipiente de una mema, el tetín y la arandela que evite que todo se salga por los costados. Lo lavo con agua hirviendo para asegurarme que ni media bacteria moleste a mi hijo.
Me topo con cualquier tipo de instrumento, me quemo hasta el alma, puteo, le pido al cielo que sea más justo. Me pregunto por qué diablos estoy ahí parado meándome y lavando platos con el perseverante chorro de agua caliente saliendo del grifo.
El grito del insolente que demanda una: “¡Mema, mema, mema!”, tira por la borda cualquier posibilidad de que vaya al baño. Me quedo con frío, de calzoncillos cruzando las piernas esperando que el microondas culmine los 36 o 38 segundos que calculo para 140 a 160 centímetros cúbicos de leche.
Corro con la mema en mano y se la doy como si fuera un trofeo. A veces le digo orgulloso: “Está deliciosa, Felipe”. Y él me mira como asintiendo, aprobando la movida y hasta pensando sobre lo que es capaz de lograr por un llanto.
Me doy media vuelta y voy al baño más lejano del cuarto para no hacer ruido, cierro la puerta, levanto la tapa del water y finalmente apoyo las dos manos en la pared, y orino.
Miro alrededor y con los grillos cerca de abandonar su canto me termino de desvelar. “Arrancó el día”, me digo.
Me hago el café y me siento frente a la computadora. Algo bueno está por suceder.
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