Desperté en la arena sobre una toalla de hilo, húmedo de transpiración y veteado por el salitre marino. Con un movimiento mecánico apoyé los codos en la arena para inspeccionar la playa que, antes de dormirme, estaba casi desierta y cubierta de nubes. A unos diez metros, bajo una sombrilla, se habían sentado dos mujeres jóvenes. En la orilla del mar jugaba una niña de no más de cinco años.
Las muchachas charlaban y, de tanto en tanto, miraban hacia a la rubiecita de malla rosada que se entretenía tirando al agua una pelota de goma que recobraba ayudada por las olas.
La pelota volvía una y otra vez a la orilla pero, de pronto, se deslizó hacia lo hondo y, sin que le reclamaran prudencia, la niña se metió en el mar hasta la cintura.
Me incorporé un poco más para mirar alternativamente a la niña y a las mujeres que, con el mismo movimiento de cabeza, escrutaban el mar y el sitio en el que yo hacía sombra
Sin percatarse de ese ejercicio de adultos, la niña estaba otra vez de pie sobre las piedritas húmedas de la orilla. Despreocupado, decidí facilitar el bronceado retomando la posición horizontal y apoyando la mejilla izquierda casi a ras de la arena. Incluso desde ese ángulo pude ver que el oleaje llegaba hasta el pecho de la menuda bañista.
Era evidente que cualquier golpe de resaca podía llevarla mar adentro. Esta vez me senté en la arena clavando los ojos en las despreocupadas mujeres quienes, sin atinar a nada, se volvieron para mirarme con una expresión que, a la distancia, parecía de reproche. Estuve a punto de recriminarles su desidia. Pero desistí temeroso de que las muchachas llegaran a creer que mi preocupación escondía una treta para propiciar una conversación amistosa.
Ahora la niña tenía el agua al cuello. Me puse de pie mientras las mujeres seguían mis movimientos con interés. Estaba dispuesto a intervenir, pero justo una ola puso a la pequeña de nuevo en la orilla.
No sé cuánto tiempo duró ese juego de miradas hostiles pero finalmente me desentendí del asunto y volví a acostarme encontrando consuelo en la idea de que la nena era de las que nadaban y de que sus tutoras bien sabrían prestarle ayuda si la necesitaba. Me dormí cinco minutos y soñé. Soñé que me levantaba y me dirigía resuelto a las dos mujeres que descuidaban a la niña.
-Disculpen, pero no sé si se dieron cuenta de que la chiquilina que está con ustedes se les puede ahogar en cualquier momento, ¿no deberían sacarla del agua?, les decía
En eso estaba el sueño cuando me despertaron sacudiéndome un hombro. A mi lado estaban las dos mujeres muy enojadas
-Disculpe, pero no sé si se dio cuenta de que la chiquilina que está con usted se le puede ahogar en cualquier momento, ¿no debería sacarla del agua?, interpeló la rubia.
Apenas pudimos balbucear unas pocas palabras. Las suficientes para explicar la confusión, antes de que nuestros tres pares de ojos se espantaran hacia el punto exacto del mar en el que flotaba una pelota ya sin niña.
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