El sábado, de semanas atrás, sonó el timbre de mi apartamento. Observé por la mirilla y no vi a nadie hasta que una voz infantil se hizo escuchar. “Buen día señor, yo soy Martín, el hijo de Pedro, del sexto piso. Se nos cayó una pelotita de goma y quedó en su balcón, la vimos desde arriba con mi primo, que está de visita. ¿Podría, por favor, acercarnos la pelotita?”.
Pensé de inmediato en la educación. Esos chiquilines se expresaron con toda corrección, respeto, y eran muy resueltos.
Cuando se iban, me agradecieron y pidieron disculpas. El ascensor arrancó. Me vinieron a la cabeza los padres de esos muchachitos. Ahora que se dice que no hay que forzar a los niños, pensé, en seguida, que no hay incompatibilidad entre el ser educado y amable, y poseer una educación exigente.
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