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Me casé con mi asesino

La historia de amor de la poeta uruguaya Delmira Agustini y su matrimonio con Job Reyes
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30 de abril de 2017 a las 05:00

Por Eduardo Espina

Adelanto del libro tSURnamis. Vol. I, publicado por la editorial argentina Mansalva, y que se presenta la semana próxima en la Filba, Feria Internacional del Libro de Buenos Aires.

Delmira Agustini (1886-1914), nuestra gran poeta for export, fue una mujer de piernas cortas, paradigma del tamaño femenino de una época, dueña de un cuerpo que había probado suerte en ilusiones mundanales, en ideas inaplazables que se han perdido. Al final, que en su caso fue cuando casi recién empezaba, su cuerpo puso de manifiesto un deseo que había pasado la vida distraído. Para olvidarse de eso, escribía, aunque fuera todo el tiempo.

Había recibido como legado un indeseable gen familiar, el de la gordura; no en vano varias de las fotos permitían pronosticar con bastante antelación el poco auspicioso futuro físico que le esperaba. En la última foto de ella, tomada en julio de 1914, días antes de morir, tiene papada y ya irradiaba una imagen de Venus fofa, vestida y sin perrito –nada que ver con la de Tiziano–, que ni el rostro pintarrajeado ni la ropa de terciopelo fueron capaces de disimular.

Por esas cosas que tiene la cultura hispana, que tiene tantas, a la poeta nacida en tiempos cuando la modernidad cambiaba de semblante se le ha dado un trato hogareño, cariñoso, como si fuera nuestra amiga y la conociéramos de toda la vida: como si fuese nuestra amante imaginaria, a la que llamamos por su nombre para que venga cuando es requerida, y ella a veces viene. Es Delmira, no Agustini. ¿Por qué será que a las poetas en la cultura hispana las llamamos por su nombre, Rosalía, Juana, Alfonsina, Gabriela, Alejandra, Idea, Ida, Marosa, cuando en cambio con los poetas el trato tiene mayor formalidad e incluye un respeto premeditado, y los llamamos Vallejo, Neruda, Huidobro, Girondo, Paz, Borges, Benedetti, Cardenal, Lorca, Lezama, incluso salteándonos el García previo, o el Lima posterior? Nicanor Parra, el poeta, es Parra. Su hermana, Violeta Parra, también poeta (aunque cantara y tocara la guitarra), es solo Violeta. ¿Será que vemos reflejada en ellas, las iluminadas de la casa, a la imagen reconciliada de nuestras madres, Edipo en dolby estéreo, una accesibilidad directa al ser del otro género cuando entra en contacto con sus semejantes? La situación llama a sospechas.

Delmira, perdón, Agustini, se presta al tuteo y a un trato de cordial y hasta de justificable cercanía, pues tuvo algo de estrella rock and pop a destiempo. Y a esas estrellas convertidas por cuerpo y voz en objetos del deseo las queremos carentes de apellido, que sean a secas mezcla gratuita de apodo y marca registrada, tipo Fanta o Sprite, como son los casos de Adele, Cher, Selena, Gilda, Madonna, Shakira, Beyoncé, Kesha, Sia, Dido, Pink, Ciara, Rhianna o Lorde. Lo mismo que las mencionadas, Delmira tuvo destino de marca registrada y estrella musical, muriendo a la misma venerable edad de tantos ídolos posteriores de la música pop & rock. También ella, pero antes, pues hasta en esto Agustini fue una adelantada, murió a los 27 años y de forma trágica, como Janis Joplin, Jimmy Hendrix, Jim Morrison, Curt Cobain y Amy Winehouse, quienes pasaron por la vida como si estuvieran manejando un auto sport a 100 kilómetros por hora en un callejón sin salida.

Las hipótesis sobre las circunstancias de la muerte de Delmira Agustini son casi tantas como las que hay sobre la ejecución de John Fitzgerald Kennedy mientras iba en su colachata descapotable por un boulevar de Dallas, aunque en el caso de la poeta uruguaya se sabe con certeza quién fue el asesino y que este no era un francotirador.

Las hipótesis sobre las circunstancias de la muerte de Delmira Agustini son casi tantas como las que hay sobre la ejecución de John Fitzgerald Kennedy

La mató su exmarido, Enrique Job Reyes, un exitoso rematador experto en asuntos del campo, quien como amante al parecer no fue nada del otro mundo, alguien que debió sufrir de manera casi diaria los tormentos asociados al hecho de estar en compañía de una mujer que en la intimidad era "indescriptible", tal cual el propio Reyes la definió en carta a un amigo, es decir, debió padecer los tormentos asociados con el hecho de haberse casado con una mujer de "sexo encendido". Aquella fogata con pollera y polainas de charol, hurí piromaníaca de aspecto aniñado y dispuesta siempre a desparramar amoríos, fue una tromba incontenible para el débil partenaire de entrecasa, convertido en protagonista indeseado del primer ejemplo de violencia de género en la literatura latinoamericana.

Sin habérselo imaginado, el tal Job estuvo condenado a convivir entre dimes y diretes con un incendio de proporciones épicas, hasta que la ígnea situación, primero matrimonial y luego posdivorcio, llegó a un límite intolerable que impidió cualquier intento de reconciliación permanente. En aquella pacata Montevideo, se presencia un escandaloso final estilo farándula de Hollywood. Quizá la tarde en que Enrique Job Reyes la asesinó quiso convertirse en una especie de Guy Montag, en eso, y únicamente eso: en el uxoricida despechado que utilizó el revólver como si fuera un extintor, el bombero de una pasión incendiaria, que más rápido de lo previsto había convertido en cenizas las ilusiones de felicidad conyugal. Agustini se adentró en la piel del personaje que fácilmente podía ser cada vez que se le antojaba, y de ahí solo pudieron sacarla muerta.

En el trueque de exánime entusiasmo, las emociones quedaron resumidas por la debacle del orden matrimonial que pronto trajo miedos nada benevolentes y un imaginario irreconciliable. Tal cual ocurre siempre desde que existe la tragedia, tras perderse cualquier vestigio de remordimiento la nada llama a la muerte una vez sola.

Sin haber aprendido a estar, Reyes se entregó a la aventura amorosa "engrupido", como quien se conforma con casarse solo por amor, sintiéndose al mismo tiempo etimológicamente incompleto. Su conformismo ante la verdad a medias lo dejó varado en mitad de una realidad que de muy intencional manera quiso desconocer.

Reyes se entregó a la aventura amorosa "engrupido", como quien se conforma con casarse solo por amor

Los ecos del diálogo que en una escena de Los profesionales tienen Jack Palance y Burt Lancaster sirven para ilustrar el desenlace de la fallida historia de amor entre Agustini y Reyes: "Nos quedamos porque nos enamoramos. Nos vamos porque nos desencantamos. Regresamos porque nos sentimos solos. Morimos porque es inevitable".

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