Oscuridad. Gritos y ladridos de perros. Los marines estadounidenses cercaron un perímetro, los haces de luz de sus cascos surcaron el espacio como pequeños faros. Había un hueco en el suelo gredoso, de arcilla amarillenta. Parecía un caño de desagüe. Los soldados rodearon un pozo donde debió haber una alcantarilla. Tironearon de un cuerpo que sacaron del pozo como un animal rebelde de su madriguera. Era un hombre: la barba tupida, sucia y canosa le va de los ojos a la mitad del pecho. Su mirada estaba confundida. La toga negra que llevaba puesta tenía algunos jirones. Los soldados lo golpearon y lo arrastraron por el barro. Se sentaron encima de él. Se tomaron fotos sonrientes. La cara del hombre estaba llena de moretones. El hombre se llamaba Saddam Hussein.
Había dejado atrás sus palacios de altos minaretes, sus espejos gigantescos, las tijeras de oro con las que se recortaba su bigote. Había escapado con una pistola y un maletín lleno de dólares: a eso había quedado reducido su destino. Como en un episodio de Las mil y una noches, el protagonista recorre el sendero de la cumbre a la ruina y solo espera la llegada de un milagro. Había huido en una de las últimas limusinas en su poder, había llegado a un poblado rural, se había escondido en una chacra, cuyo dueño era su cocinero. A partir de allí, Saddam viviría los años de encarcelamiento, juicio y ejecución sumaria en la horca. Había perdido todo; también sus libros.
Una de las facetas menos conocidas del líder supremo de Irak fue la literaria. Como otros dictadores aficionados a las artes (Franco filmó una película; Pinochet coleccionaba libros; Hitler escribió ensayos), Saddam Hussein tuvo una veta de novelista. Sus libros se publicaron en
Irak, pero luego de la caída de Bagdad las tropas de los
Estados Unidos entraron en contacto con las obras y en 2005 se comenzaron a publicar en inglés.
En junio pasado se editó la última novela de Saddam Hussein, escrita en 2003, en vísperas de la invasión militar internacional dirigida por el presidente George W. Bush. Se había traducido previamente al japonés y al turco, con diferentes títulos. En inglés se publicó como Devil's dance, La danza del diablo. Definida por el diario The Guardian como un cruce narrativo entre Juego de tronos y la serie House of cards, la novela centra su argumento en una tribu árabe de hace 1500 años que vivía a orillas del río Éufrates y sufrió la invasión de fuerzas del exterior, que pretendían destruir su modo de vida, en clara alegoría a los sucesos que enfrentaba Irak a comienzos del siglo XXI.
De todos modos, más allá del hecho literario, el personaje que gana en complejidad a una década de muerto es el autor. Según narró un periodista de la cadena NBC que entrevistó al ex ministro iraquí Tarek Aziz, Hussein pasó el último año de su mandato más preocupado por escribir sus novelas épicas que por la actividad política. ¿Habría descubierto una vocación escondida? ¿Le hubiera gustado ser escritor? ¿Le había tomado la mano al pulso narrativo? Nunca lo sabremos. Según la crítica que leyó el libro, no posee mayor calidad artística.
Pero es Saddam el que toma una dimensión diferente a la luz de esta historia. Sumido en un mundo quijotesco, en un universo pasado y épico, definitivamente ido, el dictador emigró hacia la
ficción como signo de redención, como último refugio frente a una realidad violenta que iba por su cabeza y la encontró en una soga. ¿No es acaso eso un escritor que se precie de tal? Un dictador caprichoso y absoluto, en medio de un país en crisis, que escribe como única forma de justificar ante el pueblo su conciencia.