En la habitación de la pensión viven los seis integrantes de su familia.

Nacional > Noirali Mendoza

Trabajó para el gobierno chavista, escapó, llegó caminando a Uruguay y ahora es parte de un plan piloto del Mides

La trabajadora social está revalidando su título y será una de las primeras beneficiadas con el subsidio de arrendamiento para inmigrantes
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25 de marzo de 2024 a las 17:28

A Noirali Mendoza un muerto le habló. Era comienzos de 2019. A la trabajadora social se le habían juntado dos o tres días sin comer. Por eso había llegado a su puesto laboral, en la morgue de Trujillo, en los Andes venezolanos, con la angustia a cuestas. Revisó las bolsas de cadáveres. Observó cómo se habían acumulado un par de fallecidos que no habían accedido a los remedios en tiempo y forma. Confirmó, como en cada mañana, el deceso de indigentes a los que ningún familiar reclamaba. Hasta que se encontró con el cuerpo putrefacto de un abuelito, uruguayo de nacimiento, y sintió que le hablaba.

¿Uruguay? ¿Por qué los venezolanos que escapan de su país van casi siempre a Colombia, Perú o Ecuador, pero pocos lo hacen a Uruguay? ¿Cuáles son las condiciones de vida en ese sur del sur? ¿Cómo se llega hasta allí? Las preguntas empezaron a revolotear y a mezclarse en ese aire asfixiante con dejo de restos de de desinfectante.

Fue entonces que empezó la odisea. El salario que Noirali ganaba como funcionaria del Ministerio de Interior y Justicia, uno de los mejores pagos del gobierno de Nicolás Maduro, ya no le alcanzaba para darles siquiera un presente a sus tres hijos mayores (uno de ellos autista). Vendió las pocas joyas que guardaba —nunca fue de ostentar—, se despidió de sus hermanos, de sus padres, cocinó unas arepas, armó las mochilas e inició la ruta por tierra, saliendo por Colombia, con destino a Montevideo.

—Desde el momento en que puse un pie en Colombia supe que era una migrante más. Ya no había título universitario que valiera. Ya no había bolívares que cotizasen. Ya no había posibilidad de costear un pasaje en autobús y mucho menos un aéreo.

Noirali —ahora 37 años, un léxico que es la envidia de muchos políticos de turno, y madre capaz de no comer su porción para satisfacer las necesidades de sus hijos— es de esas venezolanas que esperaron para irse de su país. Desde el inicio de la crisis humanitaria, en 2014, más de cuatro millones habían huido de Venezuela antes que ella (y luego de ella otros tres millones más).

La demora en salirse —reflexiona con “el diario del lunes”—hizo que los ahorros apenas le hayan alcanzado para llegar a la frontera de Colombia y Ecuador. Como no podían hacer el ingreso regular —dadas las restricciones ecuatorianas— tuvo que pagar 90 dólares por un taxi que le cruzaba tan solo un puente (la frontera es un pequeño río) y le evitaba el anuncio en la control migratorio. Y fue así que, sin dinero, la única opción que le quedó fue caminar.

—Caminábamos hasta ocho días seguidos antes de descansar bajo un techo. Mientras nos colgábamos en la zorra de algún camión, pateábamos algunos kilómetros y luego nos quedábamos dormidos al costado de la ruta. Fue duro. Muy duro.

Las trochas que cruzan los venezolanos.

Casi llegando a Quito, la capital ecuatoriana, los voluntarios de una ONG vieron a la familia caminando. Les ofrecieron un mes de alquiler en una pensión de la ciudad. El plan Uruguay se hizo esperar. Porque ese mes fue más de un año. Noirali conoció a su actual pareja, otro venezolano, y quedó embarazada. Intentó rehacer su vida trabajando como limpiadora, abriendo un puesto de churros y más tarde otro de salchichas. Hasta que…

—Cuando mi bebé tenía tres meses de haber nacido, caí en la cuenta de que nuestra situación no daba para más. Ella (la pequeña) no estaba recibiendo los suficientes nutrientes por la sencilla razón de que yo casi no accedía a los alimentos. Así que vendimos todo lo que pudimos construir en ese año, reunimos unos 500 dólares, y reactivamos la idea de migrar a Uruguay.

A la ruta y a la caminata otra vez. Un kilómetros, dos, tres…

En la frontera con Perú, casi a punto de abandonar Ecuador, se subieron a un mototaxi donde, recuerda, les robaron los 500 dólares de ahorros.

—¡Diosito!, decía yo —a Noirali se le humedecen los ojos.

Otra vez a caminar, a mochilear como le llaman los caminantes.  Perú, Bolivia…

En Argentina los encuentra la Cruz Roja. Los asisten y les compran los pasajes de ómnibus para cruzar el puente que conecta a Colón con Paysandú (en el tan ansiado Uruguay).

—Una vez del lado uruguayo, descendimos del autobús y nos sentamos a un costado sin saber muy bien qué hacer. Una pareja de uruguayos, por quienes oraré toda mi vida, se nos acercó, nos dio comida, nos orientó sobre los primero trámites y nos pagó los billetes hasta Montevideo.

Vida en reconstrucción

Cuando una familia de inmigrantes con escasos recursos llega a Montevideo, tiene que separarse. Los refugios del Ministerio de Desarrollo Social siguen —casi en su totalidad— siendo exclusivos para hombres o, por separado, mujeres con hijos. El caso de Noirali no fue la excepción.

Un diagnóstico que realizó el pasado octubre el Servicio Ecuménico para la Dignidad Humana de Uruguay, la ONG Idas y Vueltas, y la Agencia para los Refugiados de Naciones Unidas recomendó: “Viabilizar opciones de alojamiento temporario respetuosos de la unidad familiar”.

Noirali aceptó la realidad. casi enseguida logró un cupo en el plan del Mides de alojamiento 24 horas para familias enteras. Allí estuvo varios meses y conoció a los técnicos de la cartera más tarde la postularon a otros planes.

Buscó trabajo. Y dada su capacidad de resiliencia consiguió un ingreso mínimo para pagarse una habitación de una pensión donde ahora viven juntos los seis integrantes de su familia: los tres hijos nacidos en Venezuela, la chiquita ecuatoriana, su pareja y ella.

En una biblioteca pública de Montevideo encontró lo que considera un “tesoro”: un libro de Ciencias Sociales que le recordó su época universitaria. Por eso inició la reválida del título en Uruguay.

Tres de cada cuatro personas migrantes venezolanas en Uruguay han alcanzado niveles muy altos de calificación por encima de los 13 o más años de estudios. Así lo constata la última ronda de la Etnoencuesta de Inmigrantes de la Universidad de la República.

Los deseos que escribe junto a su hija mayor.

La última encuesta del Barómetro de las Américas confirmó que Uruguay es uno de los países de la región que más acepta la asistencia a los venezolanos: siete de cada diez uruguayos está “algo” o “muy” de acuerdo con que el gobierno brinde servicios sociales los inmigrantes que llegaron de Venezuela.

Aquellos técnicos del Ministerio de Desarrollo Social que había conocido, acercaron a la familia de Noirali a dos iniciativas: el proyecto Acceso que le significa una práctica socioeducativa para luego tener empleo por unos meses cobrando un salario mínimo, y, por otro lado, al subsidio de arrendamiento dentro de un proyecto piloto del Banco Interamericano de Desarrollo.

¿Qué significa? Al igual que otras 15 familias de inmigrantes recientes, recibirán un subsidio para poder alquilar: “La casa es lo primero”. Es para de un proyecto en el que BID pone el dinero específico para inmigrantes que demuestren capacidad de continuar pagando una vez que se corte el subsidio y cuyo dinero no es reembolsable.

—Ahorita Uruguay es mi casa. Quiero que mis hijos se formen aquí y le devuelvan todo de ellos a este bello país.

Noiralis hace un silencio. Su mente vuela a la morgue, a aquello cuerpo del abuelito uruguayo que le inspiró en esta travesía.

—¿Si me arrepiento de algo? De nada. Solo de no haber venido incluso antes a este hermoso Uruguay del que me siento y quiero ser parte.

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