Imágenes que uno imagina de la edad de piedra. Torsos desnudos, lanzas, palos, fuego. La frase del comisionado parlamentario Juan Miguel Petit interpela a los amantes de la mano dura: cuánto más presos hay en las cárceles, menor es la señal de seguridad pública. Parece una contradicción pero no lo es. Sin embargo, definiciones como esta, o las estadísticas emanadas de los índices delictivos, no mueven el discurso de los hombres públicos ni la lógica del debate. La cárcel es una universidad del delito, pero se piden penas más largas, para que aprendan más. El problema más grave que enfrenta la sociedad no es la delincuencia sino la violencia, expresada en el delito común como en las agresiones dentro del hogar. La mayor parte de los muertos en rapiñas se da cuando la víctima se resiste, pero decir que hay que dejarse robar, que es lo que la evidencia revela como menos riesgoso, es, para algunos, renunciar ante la delincuencia. Las estadísticas deberían servir para tomar decisiones, pero a veces vamos en sentido contrario. Si datos tan evidentes no mueven la aguja de los comportamientos y las opiniones, ¿qué no habrá de pasar con aquellas cosas que inciden en la seguridad pública y que no son tan evidentes?
El grado 5 de neuropediatría Gabriel González contó en una entrevista con El Observador que ya no las caricias y el cuidado, sino la mirada tierna de una madre a los ojos de su hijo en los primeros mil días de vida de la criatura puede significar la diferencia entre una persona violenta y otra que no lo sea en el futuro.
¿Quieren estadísticas? El especialista dijo que al norte de avenida Italia, los problemas mentales derivados de la falta de afecto, entre otros factores, son similares a los guarismos del África subsahariana; al sur de avenida Italia parecidos a los de Finlandia. No nos damos cuenta, pero somos parte de una especie de experimento social. Africanos y finlandeses en un pequeño territorio. Somos como conejillos de indias. ¿Qué otra imagen más potente para graficar la fractura en que vivimos?
No hay estadística que mida cuántos de los violentos que hoy siembran el miedo nunca fueron mirados con ternura.
Quemada con leche por sus falsos clichés del pasado, la izquierda en el gobierno debería volver a los orígenes en que centraba en la pobreza el origen de buena parte de la violencia.
Pero hacerlo asumiendo que la pobreza no tiene que ver con el crecimiento económico del país o con tener 10 o mil pesos en el bolsillo. La pobreza tiene mil dimensiones que se cuelan por los cinco sentidos: crecer oliendo a basura; crecer en un cuarto con otros cinco; crecer sin padre; crecer en la promiscuidad del rancho; crecer con padres drogadictos; crecer con un padre violento; crecer con una madre adolescente y solitaria que vive en la desesperación; crecer con la pasta base en la esquina; crecer sin educación; crecer con el vecino enriquecido por el narco; crecer con una pistola al cinto. Crecer sin la mirada tierna de unos ojos cálidos. El 99% de los violentos que en estos días vimos en videos carcelarios peleando como en la era del hierro, provienen de la pobreza. ¿Qué más se necesita para definir como política de Estado y medida central contra los homicidios, las rapiñas y la violencia doméstica, el intentar que antes de los mil días de vida todos los uruguayos sean, aunque sea alguna vez, mirados a los ojos con amor? No es poesía. Es ciencia. Y en ello se nos va la vida.
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