En el cine los conceptos se bastardean todos los días. El "cine independiente", por ejemplo, la mayoría de las veces no es tan independiente o, al menos, no es lo que el concepto implicaba al principio. El cine de "autor", relacionado de manera frecuente con el llamado cine independiente, también ha caído en el pecado de ser un rótulo generalmente sin sustancia. No todo lo "de autor" es, efectivamente, de autor. Sin embargo, hay un puñado de cineastas que sigue enarbolando esta bandera con justicia. Ellos, idealistas en una industria que fagocita las ideas originales y las mastica, encontraron una forma personal de contar historias y lograron replicarla en el resto de su obra. Algunos consiguieron alcanzar modelos tan exitosos e influyentes que otros cineastas más jóvenes y menos originales decidieron imitarlos y tomarles la posta. En ese grupo selecto se pueden encontrar nombres como Paul Thomas Anderson, Jim Jarmusch, Werner Herzog, los hermanos Coen o Hayao Miyazaki. Y, entre ellos, también está Wes Anderson.
Anderson, referente indiscutible de la estética naif y deidad del hipsterismo cinematográfico, acaba de estrenar en Uruguay Isla de perros, su realización más reciente. La producción lo reconecta con el stop-motion, una técnica de animación artesanal con la que ya había trabajado en 2009 en Fantastic Mr. Fox.
Para formar parte del grupo de "los autores", Anderson tuvo que encarar un estilo determinado para sus películas. Como es evidente, las particularidades que hoy definen a su cine se fueron gestando a medida que él iba encontrando las señas dentro de las cuales se sentía más cómodo. Es por eso que, estéticamente, hay un abismo de diferencia entre su primera película –Bottle Rocket (1996) – y la anterior a Isla de perros –El gran hotel Budapest (2014) –.
Hoy, las películas de Anderson son extremadamente reconocibles. En ellas, el cineasta tejano explota la toma abierta, los zooms fugaces y violentos, la cámara estática y los contrastes bien diferenciados. Sus planos son en su mayoría simétricos, ideales para una clase de composición fotográfica y los planos cenitales (tomado desde arriba) en textos, cartas, notas y carteles son frecuentes.
Estas pautas están seguidas tan al pie de la letra y son tan exitosas a la hora de crear universos, que su artificialidad estética encontró un lugar en el mundo real gracias a un aliado impensado algunos años atrás: Instagram. En la red social más estética de todas se pueden encontrar varias cuentas que rinden homenaje al director; entre ellas Accidentally Wes Anderson, que repasa distintos lugares del mundo que podrían haber salido de su mente.
Pero un autor completo también se fija en la sustancia que unirá personajes, trama y guion. En sus historias –generalmente escritas en conjunto con colaboradores recurrentes como Roman Coppola, Jason Schwartzman y Owen Wilson– Anderson presenta un amplio abanico de personajes coloridos y únicos pero pesimistas, apáticos y miserables. Sus obsesiones son la familia, las crisis que nacen en su seno, el amor, sus capas y las turbulencias que agitan sus aguas.
Para ayudarlo en estas disecciones hogareñas del alma humana tiene una lista de actores y actrices que siempre –siempre– están dispuestos a darle una mano con interpretaciones destacadas. En el tope de la lista está Bill Murray, presente en ocho de sus nueve producciones, y lo siguen Anjelica Huston, los hermanos Owen y Luke Wilson, Bob Balaban, Schwartzman, Edward Norton, entre otros menos recurrentes.
Está muy claro que Wes Anderson, a pesar de ser un gran innovador, no descubrió la pólvora y su cine tiene muchas influencias externas. Sin ir más lejos, en Isla de perros, que sucede en un Japón futurista, el cineasta despliega su amor por el cine de Akira Kurosawa y las influencias orientales. Hay música típica, gastronomía autóctona y lenguas que hablan japonés sin traducción.
En su última película, el director presenta la historia de un país azotado por dos plagas, una natural –la gripe del perro, que mata a los humanos– y otra política –un gobierno pseudodictatorial que suprime libertades–. En ese paisaje surge Atari, un niño piloto que decide viajar hasta la Isla de la basura –donde su tío, el gobernador, desterró a todos los perros como medida sanitaria– a buscar a Spots, su viejo compañero canino. En la isla se encuentra con un ecléctico grupo de perros que, para bien o mal, lo ayudarán en su empresa.
Isla de perros transmite perfección. El detalle está presente en cada aspecto del filme, desde sus cuidados escenarios hasta las personalidades de cada perro. Anderson, que se las ingenió para retratar a (casi) todos los tipos de amor que existen, suma ahora el cariño, la dedicación y la correspondencia que existe entre un perro y su fiel amo. ¿O es al revés?
En el camino hay todo tipo de críticas que pueden hacer de Isla de Perros la producción más política y con más conciencia social del cineasta hasta la fecha, con un discurso que atraviesa nuestra época de forma transversal y que habla de la manipulación de los medios, de la educación y de las ideas. Pero más allá de sus postulados, Isla de perros posee una belleza que trasciende a las imágenes y que mantiene a su creador vigente y original.
La animación vuelve a ser un ámbito en el que se mueve cómodo y donde demuestra que su estilo puede mutar hacia sitios más oscuros sin perder el toque que lo convierte en un autor. Porque sí, por sus influencias y la huella –todavía temprana– que ha dejado en el cine reciente, Wes Anderson es un autor. Y no el sentido bastardeado de la palabra.
Isla de perros es la prueba.
Sus planos están siempre pensados para explotar la simetría o, al menos, para que sigan un claro orden estético. También utiliza numerosos planos cenitales sobre textos o carteles, zooms violentos y los colores de sus películas son o estridentes o pasteles, siempre con el toque de contraste adecuado.
Familias disfuncionales, personajes que han perdido o que buscan el amor sin éxito, la mediocridad y el fracaso emocional como moneda corriente. De todos esos elementos se nutre Anderson en sus historias. Y de Bill Murray, que siempre está.
Es una constante en su cine: bandas sonoras de las décadas de 1960 o 1970, que muchas veces son remixadas en otros géneros. Por su filmografía han pasado los Beatles, los Rolling Stones, The Velvet Underground, The Kinks, The Beach Boys y David Bowie, entre otros.
Inicio de sesión
¿Todavía no tenés cuenta? Registrate ahora.
Para continuar con tu compra,
es necesario loguearse.
o iniciá sesión con tu cuenta de:
Disfrutá El Observador. Accedé a noticias desde cualquier dispositivo y recibí titulares por e-mail según los intereses que elijas.
Crear Cuenta
¿Ya tenés una cuenta? Iniciá sesión.
Gracias por registrarte.
Nombre
Contenido exclusivo de
Sé parte, pasá de informarte a formar tu opinión.
Si ya sos suscriptor Member, iniciá sesión acá