Opinión > Análisis- Eduardo Espina

Tan jóvenes como un libro

Los libros se han convertido en una rareza para los jóvenes
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13 de noviembre de 2016 a las 05:00
Por Eduardo Espina, especial para El Observador

Cuando en 1997 el tsunami editorial que representó la aparición de Harry Potter y la piedra filosofal, primera entrega de la saga de ocho libros, el mundo supuso que en el nuevo milenio se constataría un auge sin precedentes de la lectura y una revalorización de esta como el más efectivo antídoto para combatir el deterioro cognitivo. Viendo el interés colectivo de carácter universal que las historias de Potter suscitaron sobre todo entre adolescentes, medios informativos y expertos en educación soltaron las campanas al vuelo, declarando algo así como la revancha de la palabra escrita por sobre los intermediarios audiovisuales asociados a internet, que ya comenzaban a copar los espacios de comunicación y entretenimiento. El fenómeno parecía destacar el triunfo en grande de la afirmación de Joseph Addison respecto a que "leer es para la mente lo que el ejercicio físico es para el cuerpo". Harry Potter, como si fuera un Batman literario, había venido a salvar a las mentes en vías de desarrollo.
En este mismo diario, en ese mismo año y en posteriores, ventilé en reiteradas ocasiones mi escepticismo respecto a lo que consideraba una consigna desmesurada, pues no creía que un joven lector de los libros de la señora J. K. Rowling fuera algún día a mejorar su puntería y pasara a leer con la misma frecuencia e interés las obras de Shakespeare, Góngora o William Faulkner, en las cuales nadie juega al quidditch ni hay piedras filosofales, aunque la filosofía no es tomada tan a la ligera. El paso del tiempo, que suele dar el más inapelable de los veredictos, me ha dado la razón. A Shakespeare, Góngora y William Faulkner solo se los lee, en caso de que la maestra o el profesor sean competentes, en clases de liceo, preparatorio o universidad, esto es, por obligación aunque no por una mera decisión personal asociada a un saludable apasionamiento por la lectura. Harry Potter fue solo una moda y como tal cumplió su ciclo. Sus efectos colaterales positivos fueron casi nulos, y no hay estudios concluyentes que avalen lo contrario.

Hoy, a ojo de buen cubero, podríamos animarnos a afirmar que la lectura de literatura entre los jóvenes carece del frenesí de casi 20 años atrás, cuando, para no quedar fuera de la historia de ese momento, era imperdonable decir que no se había leído a Harry Potter, al menos uno de sus libros. Se los leía, al menos, para quedar bien, para no parecer un ignorante profesional. Hoy, ya camino a terminar la segunda década del siglo XXI, una percepción colectiva llevaría a afirmar que la lectura está en crisis y que el mundo está preparando a una billonaria –en cantidad de individuos– caterva de ignorantes que no leen ni siquiera para cumplir con los requisitos de sus clases de educación secundaria o terciaria. Sin embargo, los datos provenientes de la realidad impiden llegar a una conclusión tan precipitada y maniqueista. La lectura de literatura está lejos de haber muerto y las facilidades que otorga la época para acceder a los libros favorecen un impetuoso renacimiento del interés por la palabra escrita.
A tales efectos, conviene recordar que nunca antes en la historia de la humanidad se habían publicado tantos libros, había habido tantos autores y editoriales, y nunca antes la circulación de nuevas obras había tenido tantos canales de acceso y distribución. Así pues, hoy en día, dadas las facilidades de divulgación que otorgan los sitios informativos en internet y las librerías con domicilio en la urbe cibernética, un uruguayo puede tener acceso a un libro publicado en China o en Vietnam, al mismo instante en que genera interés y repercusión en otro alejado confín del planeta. Esa veloz circulación de los productos culturales ha permitido que en música, por ejemplo, se generaran fenómenos inexplicables como el de Gangnam Style, surcoreano, o PPAP (Pen-Pineapple-Apple-Pen), japonés.

No pasará tiempo –es vaticinio y afirmación– antes de que algo parecido ocurra en la literatura. La hiperglobalización es la única realidad sin punto de retorno y en fase de radicalización. Vean si no. Estoy traduciendo al español la obra del poeta mongol más importante, quien vive en Ulan Bator. Antes de empezar, mi desconocimiento de Mongolia y de su literatura era total, pero cuando el libro sea publicado una nueva realidad literaria tendrá también lectores en el mundo hispano.

¿Cuál es la relación lógico-racional que tienen con la palabra escrita los jóvenes que han crecido apegados a la realidad digital y de la cual son dependientes? De más está decir que es muy diferente –hasta un grado casi incomprensible– a la de quienes crecieron teniendo al libro como referente de conocimiento y entretenimiento. Sin embargo, está sucediendo algo que ni siquiera los expertos en didáctica y en pedagogía habían considerado por completo, y es que esos mismos jóvenes, que pasan la mayor parte de sus horas frente a una computadora, ven al libro como una novedad y, puesto que vivimos en un mundo donde la consigna es "innovación o nada", el libro ha podido ir consolidando su lugar en la orilla de los supervivientes, preparándose para una nueva etapa que pocos saben cómo será aunque todos, a esta altura más convencidos que antes, saben que será más auspiciosa de lo que se suponía no hace mucho tiempo atrás. Lo mismo que los cuerpos en las buenas películas de zombis, el libro, objeto civilizatorio que nunca se había ido, ha vuelto, para convertirse en mercancía con valor agregado y futuro promisorio entre quienes lo consideran una rareza, y tal vez por eso no terminan de descartarlo por completo.

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