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Trotskismo o democracia

Dos paradigmas que representan los polos más distantes
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16 de mayo de 2017 a las 05:00

Hay dos paradigmas de individuo y de sociedad que representan los polos más distantes no solo de la economía sino de la concepción de vida de cada uno.

Uno, el liberal, cree que su esfuerzo y su capacidad le alcanzarán para vivir una vida digna, cumplir sus sueños, armar una familia, cuidarla y protegerla y asegurarle su bienestar.

Otro, el socialista, cree que el Estado debe garantizarle su bienestar y el de su familia, proveerle trabajo, garantizarle su salud, vivienda, tranquilidad.

El liberal cree en la eficiencia de la sociedad y de él mismo. En ese criterio abarca al Estado. Debe ser efectivo, honesto, justo, mínimo y barato.

El socialista cree que el Estado es el otro. En esa creencia, no le importan sus costos, ni quien los asume, ni los efectos que tendrá en la sociedad lo que le reclama.

El liberal piensa el mundo como consumidor. Y el empleo como empleo privado, tiene orgullo por su trabajo y quiere que su empresa sea exitosa.

El socialista piensa el mundo como un necesitado careciente. El empleo, si es privado, es una forma de explotación contra la que debe luchar. Si es estatal, es un ingreso vitalicio.

El liberal quiere ganar bien, pero no teme el compromiso de producir que eso significa. No es enemigo de la empresa, aunque se pelee con ella por su salario.

El socialista quiere ganar bien, pero odia el concepto del trabajo y la eficiencia es su enemiga porque le conviene a la empresa.

El liberal quiere una educación de excelencia para sus hijos.

El socialista quiere una educación inclusiva.

El liberal cree que su Constitución es la suma de garantías de que el estado no lo atropellará.

El socialista cree que su Constitución le da derechos que el Estado (es decir los otros) le debe satisfacer.

Esta enumeración puede ser eterna. Pero bastarán estos puntos para ilustrar el propósito del detalle. Como las sociedades no son de pensamiento único, está claro que lo que tiende a producirse es un híbrido, con distintos grados de mezcla. Se supone que la democracia se encarga de decidir de modo eficiente qué proporción de cada uno de los dos sistemas rige en cada país.

Hasta que se acaba la plata. Esto ocurre ya sea por falta de ganas de los liberales de producir para que se lo quiten, o por exceso en el reclamo de sus necesidades garantizadas por los socialistas. (El socialismo democrático es solo un eslogan, usado por unos u otros, no una tercera alternativa.) Ahí se ve que el híbrido es factible en lo político. En lo económico termina siendo fatal.

En ese momento, el Estado, o los gobiernos, debe optar por mantener los derechos que reclaman los socialistas a costa de los bienes de los liberales, o respetar las garantías que esperan los liberales, a costa de quitarles sus conquistas a los socialistas.

Si eso pasa, en el extremo, la democracia ya no es un mecanismo de convivencia. Un sector cree que el otro tiene la obligación de proveer a sus necesidades y el otro cree que le está robando el fruto de su trabajo. A eso se le podría llamar grieta. Esa grieta no se cierra con el voto.

Como sabe mejor el lector que este columnista, Uruguay es un país socialista, más allá de las precisiones de denominación política que se le quieran aplicar. La oposición al Frente Amplio, por caso, no cuestiona la existencia de empresas del Estado monopólicas. Se preocupa porque no son manejadas con eficiencia, y tal vez –secretamente, por supuesto– con honestidad. La bendición-maldición de la riqueza agropecuaria les hace olvidar que el Estado nunca ha sido capaz de producir riqueza en ninguna parte. Algo dramático cuando el panorama global obliga a pensar en crear sistemas capaces de producir más riqueza, consecuentemente más trabajo.

Este escenario se agrava cuando el gremialismo trotskista tiene una influencia en las decisiones del Estado que exceden el porcentaje de su caudal electoral. En tales condiciones, la grieta no sólo es inevitable, sino que ya existe, aunque no se verbalice ni se exteriorice. El choque entre el sector que produce y crea riqueza y el que piensa que el otro tiene la obligación de protegerlo, cuidarlo, alimentarlo y arroparlo, sin contrapartida, es inexorable.

Uruguay ha sido en general exportador de trabajadores en busca de mejores horizontes en otros mercados. El riesgo que se corre es que el nuevo éxodo sea el del sector productivo, como le pasó a mi país en los años que vivió preso del delirio populista, una variante más rápida y burda de socialismo. Ese éxodo no necesita ser físico. Basta con que se exilien las voluntades.

Habrá que ver si las ensoñaciones socialistas de los sectores productivos se mantienen cuando la carga sobre sus patrimonios se aumente a niveles confiscatorios, como ineludiblemente va a pasar, y cuando su mercado y sus ganancias se esfumen. Porque no existe el social-liberalismo: tarde o temprano los países deben elegir un camino que limite la dádiva y la limosna. En su defecto, la grieta terminará partiendo la democracia.

Cuando los hombres se dan cuenta de que esa democracia los condena a regalar el fruto de su trabajo, de su diligencia o de su talento, solo por haber nacido en la misma patria que los que demandan sus derechos divinos al bienestar, empiezan a pensar en cambiar de sistema político o de patria.

Este concepto no acaba de ser inaugurado con esta nota. Es lo que han sostenido Bastiat, Menger, Von Mises, Hayek, Friedman y otros grandes pensadores que creen que todo intento de centralizar la economía en el Estado termina primero en la destrucción del sistema productivo y luego en alguna clase de tiranía. Aunque tenga ropaje de democracia.

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