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Turquía, objetivo del terrorismo, enfrenta inédita crisis política

El presidente Recep Tayyip Erdogan parece llevar al país a la autodestrucción
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08 de enero de 2017 a las 05:00
Por Baha Gungor, Deutsche Welle
Especial para El Observador


El presidente de Turquía siembra vientos y cosecha tempestades que no dejan de azotar a sus propios compatriotas, mientras en el país continúa la serie de ataques terroristas.

Los dos más recientes golpearon la histórica y emblemática ciudad de Estambul, al inicio del año, donde hubo una matanza en una discoteca frecuentada por celebridades, y cuatro días después, al importante puerto de Esmirna.

El primero de ellos, reivindicado por el grupo Estado Islámico (EI), provocó la muerte de 39 personas; el segundo culminó con la muerte de dos personas por la explosión de un coche bomba y con dos de los tres presuntos atacantes abatidos por la policía.

Los ataques terroristas ya se auguraban mucho antes de que los sectores más modernos y orientados hacia Occidente de la sociedad turca vocearan la cuenta regresiva que marcó el final del año 2016.

Durante semanas, los imames (oradores), los hodscha (sabios) y otros charlatanes condenaron las celebraciones por el año nuevo en las redes sociales. Y al hacerlo no se inhibieron de calificar de "infieles" a los simpatizantes de la cultura occidental, con lo cual los convirtieron en blancos de actos de violencia.

Hasta la Oficina de Asuntos Religiosos, una entidad de alto rango en esa república secular, se pronunció en contra de esas festividades –calificándolas de incompatibles con la cultura musulmana– en su prédica del último viernes de diciembre, dirigida a todas las mezquitas del país.

El terror presente

La pregunta que quedó en el aire ya no era si los islamistas radicales empuñarían armas durante la Nochevieja, sino dónde. Fue con miras a evitar un baño de sangre que la Policía desplegó 17.500 oficiales en Estambul.

Frente a la discoteca Reina, sin embargo, sólo había un agente, que cayó muerto antes de que el atacante disparara a mansalva dentro del local, en el que mató e hirió sin compasión.
Es un hecho que Turquía padece su más grave crisis de política interior y el mayor de los caos desde su fundación en 1923.

Encandilado por su propia meta –la de convertir al país en una república presidencialista y erigirse en el único soberano sobre su territorio–, Recep Tayyip Erdogan comete un error de cálculo tras otro y, así, parece conducir a Turquía hacia la autodestrucción.
Atrás quedaron los tiempos en que Erdogan entusiasmaba a la Unión Europea con su talante reformador.

En lugar de conseguir que una Turquía política y económicamente intacta, culturalmente permeable a valores contemporáneos, se acercara al bloque comunitario, lo que hizo Erdogan fue destruir irreparablemente la confianza depositada en él. En lugar de consolidar el camino hacia la reconciliación con los kurdos, el hombre fuerte de Ankara optó por la confrontación directa.

Desde que sus mociones anularon de facto las elecciones parlamentarias del 7 de junio de 2015, 1.500 personas murieron y cientos resultaron heridas por atentados terroristas. Y las tragedias recientes apuntan a que estos ataques no cesarán.
Estimaciones realistas hacen temer que sucesos de esta índole se repetirán con frecuencia. Las secuelas para la economía, la fortaleza de la moneda nacional –la lira–, y el turismo ya se sienten de manera dolorosa.

Un desafío llamado Siria

Para Erdogan no hay vuelta atrás. Ahora deberá quedarse en Siria junto a Rusia y luchar contra el Estado Islámico hasta el amargo final.

Eso implica combatir a una organización terrorista que, en otro momento, Erdogan y sus seguidores trataron con guantes de seda.

El Ejército turco persigue simultáneamente a los kurdos sirios para impedir que dominen un territorio unificado a lo largo de la frontera.

Puertas adentro, Ankara lucha contra la Organización Terrorista Fethullah Gülen (FETÖ); es así como el gobierno denominó al movimiento en torno al religioso Fethullah Gülen, antiguo amigo de Erdogan.

Más de 100.000 funcionarios públicos fueron despedidos o suspendidos y más de 40.000 personas fueron detenidas bajo el cargo de ser o haber sido miembros de la FETÖ. Evidencias de esas acusaciones brillan por su ausencia.

Si Erdogan quiere restablecer parte de la confianza depositada en él, dentro y fuera de Turquía, tendrá que cambiar de postura.

Deberá poner en movimiento a la justicia y la policía –alineados con su gobierno– para que cesen efectivamente las hostilidades abiertas contra personas e instituciones.

Además, tendrá que dejar de acusar públicamente a la Unión Europea –y ante todo a Alemania– de apoyar a los terroristas.

El imperio de la arbitrariedad

El término "Estado de derecho" significa que la justicia y las fuerzas de seguridad están obligadas a demostrar, fuera de toda duda, la culpabilidad de un acusado antes de que este sea sentenciado.

Pero en Turquía sigue siendo la regla que el pensamiento disidente y la oposición contra el gobierno, por sí solos, bastan para justificar arrestos y procesos judiciales; para demandar su liberación, es el propio imputado quien debe demostrar su inocencia.

Es por eso que más de 170 periodistas, escritores y científicos están tras las rejas y, debido al estado de excepción imperante, soportan interrogatorios de hasta cinco días antes de poder contactar a un abogado. No es así como Turquía podrá superar los desafíos del siglo XXI

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