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Volveré

Todos los caminos conducen a Montevideo. Pronto emprenderé uno de ellos y llegaré por fin a la ciudad de mis conflictos queridos
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17 de enero de 2016 a las 05:00
Los mates en el porche, con vista a la calle gris y sucia, las paradas de los ómnibus con la zona de la sombra agotada, la señora del kiosco de la esquina quejándose del calor, la vecina regando el jardín, los mendigos pidiendo algo para comer, los testigos de Jehová, los semáforos, los taxis en el cambio de turno, el asfalto ablandado.

Las peleas por la temperatura del aire acondicionado en la redacción, que se viven con impaciencia y forman bandos que duran todo el verano; las luces del estadio; las veredas rotas; la rambla Sur; los plátanos de Sayago, cubriendo de sombra a la calle; la playa Ramírez vista desde el parque Rodó.

La necesidad de que lleguen las vacaciones; la cola para pagar las cuentas en el Abitab; mi casa; las cosas que están en mi casa; el olor de mi casa; las llaves que no aparecen; la búsqueda de una buena película en la cartelera de cine, con la computadora en la falda.

Los autos por todos lados, la hora pico, cada adoquín del cordón de la vereda, los amigos que no se fueron de vacaciones, los mediotanques en las azoteas, la mañana, la tarde, la noche, la madrugada, mi cama.

La maravillosa world wide web, las noticias de la radio, las voces y las caras de los líderes políticos, los autos trancados en la bocacalle, los contenedores de basura desbordantes.

La Plaza de los bomberos, las veredas de césped y los perros tras las rejas de Carrasco, los desechos de los perros en Pocitos, el agua terrosa del Río de la Plata, el viaducto, la entrada de emergencias del Hospital de Clínicas, los gritos de los heladeros, el humo de los caños de escape.

Una mesa libre, afuera, en un bolichito del Centro, los carritos de los supermercados, el Cementerio Central visto desde la ventana de un amigo, la reunión que tenemos todos los miércoles con él y otros montevideanos queridos.

El olor a cannabis en los andenes de Tres Cruces; los patrulleros de policía; los titulares de los diarios en los kioscos; el ajedrez a tres minutos toda la partida, en el kiosco de 18 y Convención.

La estación de AFE deshecha, el pozo de la Aguada, los jardines de La Blanqueada, el Parque Batlle, todas las plazas, las peatonales, toda la manada y todas las vidrieras de los centros comerciales.

La Playa Honda; la calle Rivera; los barrios a las cuatro de la tarde; las calles cortadas; los edificios en construcción; los carritos de chorizos; las bicicletas en medio del tránsito salvaje; la pizzería Belgrano, enfrente de mi casa; los tiques de los supermercados; la oficinita donde te dan los cigarrillos.

Montevideo es mi hábitat. Por eso, desde este cautiverio en la monotonía de un bosque indígena a orillas del Océano Atlántico, pienso en esas cosas que me protegen, me confortan, me conmueven.

Hasta después de Carnaval me tendré que conformar con la añoranza de esa ciudad entrañable. Seguiré entre estos matorrales a cien metros de las olas del mar, cada noche con el ruido que ellas hacen y el cielo saturado de estrellas.

Deberé respirar este aire puro hasta el empacho y me tendré que conformar con cruzarme con la horda de la buena onda, la sonrisa distendida, la amabilidad, la brisa de mar que refresca cada noche.

Mi estrategia de supervivencia es la del camaleón: sonrío, disfruto, bromeo, contengo el vicio de pensar
y sufrir y me dejo llevar por esta felicidad fácil y generosa que me propone el verano.

Pero volveré a mí, lo sé. Seré yo otra vez, pletórico de arbitrariedades absurdas, en comunión con mi querida ciudad, un poco más oscura y vil, una vez que yo retorne a ella.

Mientras tanto les digo: gracias, qué amables, que pasen lindo.

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