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Esperando el futuro en posición fetal

Nuestros pobres países se empeñan en no querer ver el futuro que se les avecina, y se encierran en pequeñas burbujas de optimismo
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18 de abril de 2017 a las 05:00

Más allá de las interpretaciones autocomplacientes de los gobiernos, al analizar las cifras comparadas de crecimiento, bienestar, PIB, y la batería de indicadores que miden el progreso de los pueblos, es evidente que crece imparablemente la brecha entre los países que se han posicionado en la frontera del conocimiento, la innovación, la adaptación a nuevos esquemas de generación de riqueza y amplia flexibilización laboral, y los países que no han seguido ese camino.

Si en vez de esa comparación se mide la relación entre el bienestar y la apertura comercial, la brecha también se profundiza y, curiosamente, los que están de un lado u otros son los mismos países.

Si ahora ensayamos igual comparación entre la calidad de educación de los pueblos y su calidad de vida, la brecha vuelve a verse claramente y también los ganadores y perdedores están del mismo lado. Una especie de torta tricolor de perdedores y ganadores.

Eso debería movernos a extraer algunas correlaciones, a comprender algunas necesidades, a tomar algunas medidas de cambio o corrección. Pero pareciera que las sociedades de este lado del mundo estuvieran sumamente satisfechas con lo que avizoran en su porvenir.

Con la inexorabilidad de las tragedias griegas, nuestros pobres países se empeñan en no querer ver el futuro que se les avecina, y se encierran en pequeñas burbujas de optimismo, como cuando creyeron que la llegada de Trump paralizaría la globalización y el avance de la tecnología. O cuando creen que son un caso aislado en la historia de la humanidad, una estrella solitaria y exclusiva en el cosmos, o cuando quieren defender sus supuestas conquistas por las que nadie está dispuesto a pagar. Últimamente, por caso, se toma como un paso positivo hacia el futuro la inmigración de una supuesta mano de obra calificada para “hacer los trabajos que los uruguayos no quieren hacer” cuando en realidad se están importando marginales, en otro gesto de voluntarismo. Y como si los uruguayos pudieran darse el lujo de elegir qué trabajos hacer. Copia exacta del modelo que fracasó en Argentina.

Por supuesto que nadie está dispuesto a resignar su comodidad o sus ventajas en el sistema en aras de la inserción de su país en el contexto mundial. Por eso algunos temas se solucionan solo cuando ocurren las crisis, lo que no necesariamente significa que de una crisis se sale mejor.

En ese contexto, como he esbozado antes, el problema de Uruguay parece ser que hasta aquí más o menos ha venido zafando. En tales condiciones, se tildará de pesimista a cualquiera que propusiera cambios que no luzcan necesarios, seguramente porque son incómodos.

En esa disyuntiva, la República Oriental tiene un enemigo interno: el PIT-CNT. El trotskismo no tiene lugar en el mundo global, como es evidente, ni tampoco en la modernidad. Sin embargo, tiene control sobre dos herramientas vitales para cualquier país que quiera tener chances en el actual contexto.

Ha impuesto un sistema laboral legal, jurídico y hasta filosófico que cree de avanzada –junto con parte de la sociedad– cuando la realidad es que se trata de un espantapájaros que alejará cada vez más el bienestar y que hunde cualquier intento de sobrevivir al cambio monumental que está ocurriendo globalmente en la concepción misma del trabajo. Salvo que se piense subsistir refugiándose en el atraso. Nada hace suponer que el sistema imperante cambiará. Las conclusiones son redundantes.

La otra herramienta que tiene secuestrada es la educación, donde con una obstinación sin argumentos digna del materialismo dialéctico que lo inspira, el PIT-CNT con sus gremios respectivos está arrastrando a varias generaciones a la marginalidad y la miseria, y a toda la sociedad. Las conclusiones son también redundantes.

Tiene además la pretensión de influir –desde su peso en el poder– en la política exterior, que es la tercera herramienta disponible para enfrentar la revolución socioeconómica a la que se enfrenta la humanidad. También aquí tiene la simpatía de muchos sectores que identifican la prédica marxista con la defensa de una vaga soberanía. También aquí es un contrapeso fatal. Y también aquí se ve claramente en el Estado una ausencia de rumbo y de estrategia que mete algo de miedo.

El modelo de ser una pequeña economía pastoril que pase casi inadvertida en el mundo cruel es incompatible con cualquier idea de bienestar e implicaría un serio retroceso en las actuales condiciones sociales. Por eso resulta impostergable elegir un nuevo camino. Es cierto que nadie parece demasiado entusiasmado con la idea, justamente porque existe una sensación de comodidad y estabilidad que hace lucir innecesario cualquier cambio doloroso o molesto. Pero creer que con esta concepción del trabajo, la educación y las relaciones exteriores se puede salir airoso en el nuevo paradigma global es un acto de inocencia peligroso.

He culpado de todos los males al PIT-CNT, pero acaso habría que preguntarse si el mismísimo Frente Amplio está preparado para la tarea, o si al menos advierte la necesidad de un cambio. Y para no ser mezquino, habría que extender la pregunta a todo el ámbito político. ¿Alcanza a comprender la magnitud del problema? ¿Lo alcanza a entender la sociedad? ¿O cree que colocarse en posición fetal la protege de los embates de la realidad?

Todo indica que no existe una comprensión de los desafíos y necesidades que se plantean o se plantearán en breve, ni de la gravedad de no tener herramientas para enfrentarlos. En esas condiciones, el futuro cierra apenas con la pobre herramienta de aplicar más y más impuestos, por lo menos hasta que alcance. Ahí vemos.

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