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La novela que es una montaña rusa de emociones

Todo termina aquí, del uruguayo Gustavo Espinosa, es un libro delirante y jocoso, que se vuelve dramático cuando hurga sin pudor en el corazón de sus protagonistas
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11 de junio de 2016 a las 05:00
Son pocos los libros que, como este último de Gustavo Espinosa, logran ser al mismo tiempo divertidos y profundos. Es como si una cualidad repeliera a la otra, como si aquello que hace reír no pudiera, por definición, propiciar también la reflexión más honda. La comedia, como género, ha cargado siempre con ese estigma.

Todo termina aquí, una novela coral llena de idas y vueltas que gira en torno a un par de músicos rurales de segunda categoría, demuestra que se trata de una falsa oposición.

Como en Las arañas de Marte, Espinosa vuelve a situar a sus personajes en el departamento de Treinta y Tres, en la década de 1970. A partir de allí, lo que se lee es un aquelarre de emociones y situaciones que se relacionan entre si desde los más diversos ángulos a medida que avanza el tiempo.

Un dúo de músicos de blues y una muchacha hermosa forman un triángulo amoroso singular que se eleva por encima de la miseria moral y social de un lugar que bien puede definirse como infierno rural suspendido en el tiempo.

Aunque está dividida en capítulos independientes que se presentan como colaboraciones periodísticas de un alter ego del autor a un nuevo suplemento cultural, la novela puede dividirse en dos partes bien nítidas separadas por la enfermedad que ataca a Ana Cecilia, una belleza salvaje que enloquece a todos los hombres del pago.

La primera parte del libro destaca por escenas llenas de buen humor donde Espinosa presenta a personajes como Mondongo, un hombre que es feliz cuando le confirman que no se ha curado su tuberculosis y que por tanto puede seguir cobrando la ayuda del Estado, pero que sufrirá el resto de su vida por no haber podido tener a Ana, que terminará casada con Fernando "Electrón" Larrosa, pareja musical de Mondongo.

La descripción de los esperpénticos conciertos de blues que ofrecen los dos músicos resulta impagable, así como las letras de las canciones que componen, muchas veces obscenas pero amorosas. Este punto no es menor, ya que es una de las constantes en la obra de Espinosa, que se esfuerza siempre en mostrar la belleza esencial que se oculta (o late) dentro del deseo carnal más elemental, del lado animal del amor.

Porque para Espinosa, la única posibilidad de existencia es a través de la pasión, ya sea por la música, por una mujer o por un ideal. Porque no hay lugar en su literatura para los impávidos, los frívolos o los que siguen mansamente al rebaño.

El libro en conjunto resulta barroco, pero no por la abundancia de palabras sino de conceptos, lo que supone una enorme diferencia ya que la escritura no se resiente por la verborragia sino que permanece impecable, serena y sucinta, mientras los sucesos se multiplican y reflejan sin cesar.

Hay un viaje a la frontera con Brasil que realizan el narrador, Larrosa y Ana, para llegar a una clínica que entre otras cosas promete curar el cáncer con unas gotas, que resulta estremecedor por su realismo extremo. La penuria de ese viaje hacia lo desconocido entre estertores de morfina conmueve hasta al más duro.

Pero si hay un momento espectacular en la novela es la secuencia que muestra a Mondongo realizando cábalas insólitas para que Ana no se muera. La desesperación ante la certeza casi absoluta de la pérdida inminente del ser amado, que lo lleva a realizar determinados recorridos por las calles, contar coches hasta cierta cifra o mirar objetos hasta casi derretirlos, es narrada con maestría por Gustavo Espinosa.

Todo termina aquí puede resultar algo excesiva para algunos paladares tradicionales, pero tiene tantas páginas sobresalientes que es imposible no sacarse el sombrero ante este escritor uruguayo en plena madurez artística.

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