Contaba mi madre que, cuando era muy chico, mi hermano creía en, por lo menos, dos imposibilidades: lloraba porque quería, y consideraba pan comido, viajar a la luna y, por otro lado, no se podía convencer de que los artistas famosos necesitaran ir al baño para hacer, precisamente, sus necesidades como cualquier ser humano. Sin embargo, ambas ideas tenían, a su manera, una cuota de sentido común para un niño de cuatro años.
Porque, si todo el mundo hablaba de que el hombre había llegado a la luna, ¿cuál era entonces el impedimento para que cualquiera pudiera viajar al satélite desde algún lugar insospechado a la vuelta de la esquina? Y, en otro orden de cosas, ¿cómo imaginarse a Frank Sinatra sentado en el water haciendo caca?
También contaba mi madre que mi abuela –que bien sabía que Sinatra iba cada tanto al baño- se negaba a creer que un astronauta hubiera volado en una nave hasta pisar el suelo lunar por más que la televisión se empeñara en mostrarlo saltando sobre la superficie polvorienta.
La sospecha de la madre de mi madre también tenía su aparente lado racional. Basta con entrar hoy en Youtube o en google para ser testigo de las más diversas teorías sobre un supuesto engaño urdido por los norteamericanos para hacerle creer al mundo que estaban ganando la carrera espacial.
Si esta gente moderna y bien informada acerca de las nuevas tecnologías sigue dudando sobre la hazaña del Apolo XI ¿cómo no iba a dudar mi abuela en el lejano 1969 ante esa pantalla en blanco y negro que transmitía lo improbable tras una lluvia de estática?
Sucede que las imposibilidades –así como la creencia de que todo es posible- son hijas de una lectura incompleta o parcial de la realidad, de una mirada francamente pesimista o exageradamente luminosa de las cosas. Así nacen los fanatismos pero también las grandes pasiones, los inventos indispensables y la fascinante idea de que la felicidad puede estar a la vuelta de la esquina o de que algunas voces siguen sonando para siempre en algún lugar del universo.
Por ejemplo, y ya que se mencionó a Sinatra, hagamos de cuenta de que lo único que conocemos de “La voz” es el video que usted puede ver aquí arriba en el que canta Fly me to the moon. Escúchelo y trate de imaginarse al protagonista de esta maravilla gastando su tiempo en la cotidiana tarea de ir al baño.
Uno lo escucha y entiende por qué se enamoró Ava Gadner o por qué ganó el Oscar actuando en De aquí a la eternidad. O puede intuirlo acodado en un mostrador de Manhatan tomándose un Jack Daniels y contando historias con su fraseo impar.
Pero yo no puedo, ni quiero, verlo metido en dudosos planes con el clan Kennedy o en negocios turbios con la mafia. Porque esas son minucias comparadas con un legado artístico que suena cada vez más constante y sonante en estos tiempos en que los gustos musicales tienden al cero y en donde la luna ya no le interesa ni a los astronautas.
Y porque hay que juzgar al poeta por sus mejores versos. Y porque, por más que hago el esfuerzo, me cuesta imaginar a Sinatra haciendo otra cosa que no sea cantar para los dioses. Y, muchísimo menos, haciendo caca.
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