Sabemos que el mundo en el que vivimos cambió sustancialmente en los últimos años, y teníamos varias señales para sospechar lo que se venía (ejemplo, la victoria de Trump y el Brexit en 2016). Sin embargo, la pandemia y posterior guerra en Ucrania aceleraron aún más el proceso, poniendo en cuestión el modelo de desarrollo y gobernanza global surgido tras el final de la Guerra Fría. Dicho modelo (grosso modo) tenía como pilares básicos los postulados del llamado “Consenso de Washington”, a saber: disciplina fiscal, gasto público focalizado, tipos impositivos moderados, liberalización financiera, tipos de cambio competitivos, liberalización comercial, globalización, desregulación y seguridad jurídica para los derechos de propiedad, etc.
De una forma u otra, todo ese marco de política económica está siendo cuestionado por los gobiernos a lo largo y ancho del mundo. A comienzos de 2023, Jake Sullivan (consejero de seguridad nacional de Biden) dio un discurso en la Brookings Institution (“The Biden administration’s international economic agenda”) que tuvo poca resonancia, pero cuyo contenido es bien ilustrativo del nuevo mundo hacia el cual nos encaminamos. Sullivan resaltó varios desafíos y riesgos surgidos del modelo económico imperante a la fecha:
Como resultado de todo esto, cada día es más nítido que transitamos hacia un mundo de creciente fragmentación económica, aumento del proteccionismo, etc., que no contribuirá para nada a hacer más eficientes las cadenas de suministros globales. De hecho, hoy la prioridad es más la resiliencia/confiabilidad que la eficiencia.
Además, todo esto se inscribe en el marco de otro cambio estructural, que es el advenimiento de una economía donde los problemas se derivaban de una demanda insuficiente a una economía donde es la escasez en la oferta la que marca la pauta del crecimiento global.
No es de extrañar que muchos países estén buscando reorientar sus prioridades en materia de desarrollo hacia modelos de crecimiento que privilegian la sostenibilidad y sustentabilidad ambiental, así como cuestiones de índole geopolítica y de seguridad nacional.
Suena razonable, pero esto es más caro e intensivo en insumos que no abundan (materias primas, semis, etc.) y aun en caso de que estén disponibles para su explotación, la competencia entre los estados ha resurgido con fuerza, sea en forma de conflicto directo, como la guerra en Ucrania, o de forma indirecta, como es el caso de las tensiones comerciales USA-China.
Todo esto es inflacionario y además alimenta una creciente intervención del gobierno en la economía. De ahí que se hable del resurgimiento de las políticas industriales, etc. Esto quiere decir que, en el futuro, veremos con mucha más frecuencia como la rentabilidad de muchas empresas dependerá de que un decisor político elija quienes serán las “ganadoras” y quienes las “perdedoras”. Esta intervención también la veremos, obviamente, a través de mayor gasto público, lo cual estresará aún más la sostenibilidad de las finanzas públicas.
Sabemos que los gobiernos del mundo quedaron exhaustos tras los estímulos fiscales y monetarios implementados para hacer frente a la pandemia y hoy muchos de ellos cargan con déficits elevados y una pesada deuda.
Es difícil pensar que la situación mejore si tenemos en cuenta que hoy vivimos en un mundo con costos de financiamiento más altos, mayores exigencias en términos de gasto de defensa, crecimiento de mediano plazo más bajo y, lo que muchos pasan por alto, un aumento estructural de los precios de bienes y servicios que tradicionalmente provee el gobierno, como educación, salud, etc., lo cual hace que el gasto estatal, cobre vida propia, haciendo compleja la tarea de restablecer los equilibrios fiscales.
Sin una visión clara sobre la sostenibilidad de la deuda y las finanzas públicas, no es extraño que los mercados puedan por momentos dudar sobre la capacidad de pago de ciertos gobiernos y poner presión sobre los rendimientos de los bonos soberanos, especialmente los de largo plazo.
Este fenómeno no debería resultar extraño para los inversionistas. En 2022 por ejemplo, el gobierno de la primera ministra británica Liz Truss presentó un presupuesto expansivo (mini-budget) y generó la “Gilt Crisis”, que tuvo importantes derivaciones afectando por ejemplo a los fondos de pensiones (a través de las liability-driven investment strategies). Más cercano en el tiempo, en los Estados Unidos, entre septiembre y octubre del año pasado, vimos un fenomenal aumento de los yields de los bonos del tesoro, gatillado en buena medida por la fenomenal emisión de deuda del gobierno. Esto generó un aumento de la “term premium”, o sea la compensación que los inversores exigen por mantener bonos de largo plazo entre sus tenencias. Por lo tanto, la era del “dinero fácil” terminó: en 2022 los inversionistas tuvieron un amargo recordatorio de esto, mientras que en 2023 les tocó a algunos gobiernos pasar por una experiencia más o menos parecida. Esperemos que ambos tengan memoria.
Por último, no podemos dejar de lado que todas estas discusiones están inmersas en medio de un clima social muy tenso a nivel global, con una enorme demanda de parte de las masas por un estado de bienestar que corrija las crecientes asimetrías sociales. De modo que el ánimo por encarar reformas estructurales y sacrificios está en niveles mínimos, no solo a nivel de la sociedad en general, sino también de su clase dirigente, donde proliferan los extremismos y los populismos. En este sentido, 2024 será un año con elecciones en varios de los países y las economías más importantes del mundo, el principal, Estados Unidos. También tenemos elecciones en México y varios países de Europa, entre otros.
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