Elizabeth había meditado un plan: diría que estaba estudiando —aunque fuera mentira—, aprovecharía ese tiempo para trabajar, reuniría el dinero suficiente, y, sin previo aviso, se iría lejos… bien lejos de su padre.
La adolescente no soportaba más los gritos de su madre cada vez que su esposo la ahorcaba. No daba más del dolor en las piernas por los latigazos con un cinturón negro con tachas huecas que su padre le propiciaba cada vez que ella quería interceder en la pelea. No aguantaba los insultos, la presión por ser la alumna perfecta, ni las amenazas del viejo: “Por tu hermano y vos no mato a tu mamá…”.
Elizabeth no concretó su plan. Su hermano menor, igual de enojado, le ganó de mano y asesinó al padre. Luego confesó el crimen y se entregó a la policía.
“Lo que hacen es llevar a mi madre a la comisaría y a mí me dejan dentro de una camioneta totalmente incomunicada. El inspector de investigaciones era muy agresivo en el trato. Y claro, yo no estaba llorando. O sea, no estaba llorando ni shockeada […] y me estaban diciendo: «Estamos sacando el cuerpo de tu padre de ahí adentro, está muerto. Mataron a tu padre». Me trataron horrible, horrible”. Elizabeth —hija mayor de una familia del interior bien acomodada— todavía recuerda aquellas horas de destrato.
Pero a diferencia del dicho popular que reza “muerto el perro, se acabó la rabia”, la secuela en Elizabeth no acabaron. Hace unos cinco años tomó tantas pastillas de quetiapina que hasta ahora sus piernas le responden con dificultad. Se quiso matar una, dos, tres veces.
Elizabeth no se llama realmente Elizabeth. Es un nombre ficticio de una historia verdadera. Un relato que se multiplica por 386.000 niños y adolescentes de Uruguay que viven en hogares donde, solo en el último año, hubo violencia de género contra las mujeres. Una quinta parte de los menores del país que, según un informe publicado este miércoles por Unicef, quedan con las marcas de la violencia intrafamiliar y hasta la replican.
Estudios psiquiátricos evidencian daños cerebrales ya en bebés de 16 meses como resultado del estrés sufrido por la vida en un contexto violento. De cada cuatro niños o adolescentes que fueron a la emergencia o internación del hospital Pereira Rossell por sospecha de abuso sexual, tres provenían de hogares con violencia de género. Y la catedrática de Psiquiatría Infantil, Gabriela Garrido, había explicado en El Observador que “los problemas de salud mental aumentan significativamente en aquellos niños que viven en un hogar con violencia”.
Pero “las marcas que deja la violencia se manifiestan de distintas maneras y varias de ellas no son directamente visibles, lo que muchas veces dificulta el reconocimiento del daño en niños, niñas y adolescentes”, explica el estudio de Unicef.
A veces es la dificultad para conciliar el sueño, a veces son miedos infundados, a veces es no querer ir a la escuela o no querer regresar a casa luego de ella. Y otras veces es repetir el patrón violento en el que fue criado.
Rosa, otra de las adolescentes entrevistadas para el estudio de Unicef, reconoció: “Mi primer novio era muy tóxico. Me alejó de amistades, me alejó de la familia… Al año me fui a vivir con él; me aisló de todo el mundo y absorbió mi tiempo por completo, y yo el de él y me fui a vivir a su casa. Su padre también era un borracho, un alcohólico. […] Dos veces me levantó la mano”. Buscó en su pareja lo mismo que veía en su casa de chica.
Unos años antes, la “vida” de Rosa era todo menos rosa: “Muchas veces mi padre la agarraba de los pelos y la encerraba en el cuarto para cagarla a palos. Teníamos una cortina que dividía; por ende, se escuchaba y se veía todo. La mayoría de las veces también escuchaba cuando mantenía relaciones a la noche y los llantos y quejidos a la noche, que eran de forma forzada. Lo que sí, en el momento no las reconocía en la dimensión que tenían”.
Ante este espiral (o círculo) de violencia, Unicef concluye: “No se pondrá fin a la violencia contra niños, niñas y adolescentes si no se pone fin a la violencia contra las mujeres y, a su vez, no se pondrá fin a la violencia contra las futuras mujeres si no reparamos la violencia hacia niños, niñas y adolescentes que se han socializado en un ámbito de relacionamiento violento que compromete su futuro y su presente”.
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