El centenario de Las lenguas de diamante, el primer libro de la melense Juana Fernández, convertida ya en Juana de Ibarbourou, es una buena excusa para reflexionar sobre las etapas de una de las poetas mayores de este país, en pleno auge de los neofeminismos. La ANEP acaba de realizar una edición especial aniversario, con prólogo del poeta e investigador Andrés Echevarría, donde se señala que la aparición del libro en 1919 cayó como una piedra en el cristal de la poesía uruguaya, huérfana de liderazgos tras la muerte trágica de Delmira Agustini cinco años antes y la virtual autorreclusión de María Eugenia Vaz Ferreira.
Una poesía vitalista, alegre y esperanzada, rural, tan dueña de la materia como del espíritu, de los objetos y las emociones, pobló las páginas que los lectores locales y foráneos devoraron con placer, y que produjo el aplauso de los mayores faros de la intelectualidad sudamericana y española.
Diez años más tarde, y pocos libros después, Juana de Ibabourou recibiría el título continental de Juana de América pero quedaría enclaustrada en un pedestal casi unánime que le trajo un prestigio justo pero con consecuencias imprevistas.
Al poco tiempo arreció la crisis económica mundial, que derivó en Sudamérica hacia sucesivas crisis institucionales de las que Uruguay no pudo escapar. Las posturas políticas de Juana, católica practicante y desconfiada del comunismo y las vanguardias, entonces la separaron de la intelligenstia local, que la criticó con dureza y la condenó a una fría indiferencia. Como con tantos otros autores de las primeras décadas del siglo XX, salvo honrosas excepciones la generación del 45 fue inclemente en sus dardos.
Juana quedó anquilosada en los programas escolares, en poemas memorizados de supuesto tono simplón e infantil, mientras se sucedían los premios y los reconocimientos oficiales que solo generaban mayor desprecio de la intelectualidad dominante.
Ya en la década de 1930, en libros como Loores de Nuestra Señora y Estampas de la Biblia, pero con mayor fuerza a partir de 1950, la autora desarrolló una obra diferente a la “primera Juana”. Entonces surge otra voz, más filosófica y reflexiva, quizás más abstracta, en libros hoy muy poco leídos y estudiados, como Perdida, Azor, Mensajes del escriba, Dualismo, Oro y tormenta, Elegía, La pasajera. Más allá de que también existe una Juana de la prosa y la narración, la “segunda” Juana, la gran desconocida, espera con paciencia a futuros lectores en dichas páginas.
Recluida en su casa y alejada de los círculos en que alguna vez fue una voz de peso, aceptó un último reconocimiento del gobierno militar, lo que exacerbó más a quienes ya tenían muy baja consideración estética hacia su obra.
Por suerte, la academia propone excepciones a esta ley de olvido y silencio, ya que varios estudios ibarbianos recientes a cargo de Jorge Arbeleche, el nombrado Echevarría y un lúcido ensayo de Pablo Rocca (Las palabras y el poder, Editorial Yaugurú), incluso con interpretaciones divergentes y no unánimes, entre otros, han ayudado a enriquecer el debate sobre la figura y el legado de una autora no muy reivindicada por los colectivos femeninos actuales.
La mujer que nos mira y nos interroga todavía con ojos lánguidos desde los verdes billetes de mil pesos sigue teniendo cosas para decir, en su caso en forma de palabras, delicadas o reflexivas, prístinas o violentas, reunidos alrededor del nudo invisible de un poema o una prosa. Volver a leer a las dos Juanas (¿o habrá más?) con otros ojos es mucho más que solo una forma de festejarlas.
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