En Siria, la búsqueda de tesoros enterrados forma parte de una tradición arraigada que combina mitología, historia y una relación singular con el pasado. Esta práctica no es una simple actividad económica de subsistencia o una moda reciente, sino una manifestación cultural que atraviesa generaciones, alimentada por leyendas familiares, relatos populares y una geografía cargada de vestigios arqueológicos.
El territorio sirio es uno de los más densamente cargados de historia del mundo. Desde los antiguos imperios mesopotámicos, pasando por los griegos, romanos, bizantinos, omeyas, abasíes y otomanos, cada civilización dejó huellas materiales que se superponen y enriquecen el subsuelo de ciudades y aldeas. En este contexto, la creencia en tesoros escondidos se transmitió a lo largo del tiempo. Muchas familias mantienen viva la idea de que en algún lugar de su propiedad puede haber ánforas llenas de monedas, cofres enterrados por comerciantes o peregrinos, o incluso reliquias escondidas por temor a guerras pasadas.
Esta dimensión cultural está tan interiorizada que generó una industria informal en torno a ella. Se desarrollaron formas propias de interpretar señales en piedras, inscripciones antiguas y mapas supuestamente heredados, así como técnicas de excavación amateur transmitidas entre generaciones. La práctica, incluso en tiempos donde estaba prohibida, persistió en secreto como una suerte de rito privado que desafiaba a la vez al poder y al azar. La represión política no erradicó la creencia, sino que la desplazó hacia la clandestinidad, donde se fortaleció como parte de un imaginario colectivo de resistencia, esperanza y astucia.
La llegada de nuevas tecnologías, como los detectores de metales, amplificó un impulso. Más allá del atractivo inmediato del oro o los objetos valiosos, la búsqueda se convirtió también en una forma de diálogo con el pasado. Cada intento de excavación representa, en cierto modo, una hipótesis sobre el valor de un lugar y sobre su papel en la gran narrativa histórica de la región.
Además, en un país donde la economía fue devastada por años de guerra, la arqueología informal y la caza de tesoros asumieron una función simbólica: ofrecen la ilusión de un futuro diferente surgido desde las profundidades del pasado. Siria es uno de los pocos países donde la línea entre historia, mito y supervivencia cotidiana se diluye de manera tan palpable. La búsqueda de tesoros no es, en este sentido, una desviación o una anomalía, sino una expresión profunda de cómo una sociedad interpreta su entorno y su legado.
Sin embargo, este fenómeno no es exclusivo de Siria. En Filipinas, miles buscan el supuesto oro escondido por soldados japoneses durante la guerra, impulsados por una leyenda nacional que mezcla trauma histórico con esperanza. En Turquía, son comunes las excavaciones clandestinas motivadas por rumores de riquezas enterradas por familias armenias antes de huir. En Grecia, la actividad es tan extendida que el Estado debió intervenir para evitar daños al patrimonio. En el Reino Unido, por el contrario, la búsqueda de tesoros mediante detectores de metales es una afición popular y legalmente regulada, con hallazgos importantes que alimentan el conocimiento histórico. Incluso en Tanzania, hay quienes buscan cofres escondidos por antiguos colonizadores europeos. Todos estos casos muestran que la fascinación por lo que yace bajo tierra trasciende culturas y épocas, y que, aunque las motivaciones varíen, la búsqueda de un tesoro sigue siendo, en el fondo, una búsqueda de sentido.
Las cosas como son
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