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Por Eduardo Espina, especial para El Observador

Corazón valiente (1995), El paciente inglés (1996), Titanic (1997), Shakespeare apasionado (1998), Belleza americana (1999), Gladiador (2000), Una mente brillante (2001), Chicago (2002), El señor de los anillos: el retorno del Rey (2003), Million Dollar Baby (2004), Crash (Vidas cruzadas, 2005), Los infiltrados (2006), Sin lugar para los débiles (2007), ¿Quién quiere ser millonario? (2008), Vivir al límite (2009), El discurso del rey (2010), El artista (2011), Argo (2012), 12 años de esclavitud (2013), Birdman o (la inesperada virtud de la ignorancia, 2014), y En primera plana (2015). Estas son las películas que han ganado el Oscar desde 1994, año en que comencé a escribir en El Observador. Sobre todas ellas, de una manera o de otra, he escrito. Algunas las vi más de una vez, a más de una incluso varias veces.

Sin embargo, con una sinceridad basada exclusivamente en el criterio, podría decir con absoluta certeza que ninguna de ellas es una obra maestra, ni siquiera una película memorable de esas que convierten a determinado año en referente por haber sido el de su estreno. Unas cuantas tienen escenas imborrables capaces de convertirse en protagonistas estelares de una conversación un domingo de tarde; otras contienen pasajes bien logrados que autorizan a darle una buena crítica basada en la mayor cantidad de aciertos que de errores tienen. Pero no mucho más que eso, apenas fragmentos de grandeza que solo sobreviven al paso del tiempo con la ayuda de cierto apasionamiento subjetivo respecto al tema de la historia o a la resolución formal, lograda solo en parte.

El Oscar es un premio que no tiene a la excelencia como uno de los requisitos a la hora de recompensar. La película premiada debe pasar ciertos criterios de calidad parecidos a los que pasa la leche que llega a la mesa de los consumidores todos los días: con que sea aceptable y no contenga nada dañino para la salud es suficiente.

Por alguna razón que a esta altura resulta imposible determinar, y por eso mismo ya no importa, hubo ocasiones en que los integrantes de la Academia se equivocaron y premiaron a películas notables

Si vamos para atrás en la historia del premio que ya va camino a ser centenario, veremos que las películas excelentes que han marcado y fueron premiadas forman parte de una reducida elite de excepciones a la regla. Por alguna razón que a esta altura resulta imposible determinar, y por eso mismo ya no importa, hubo ocasiones en que los integrantes de la Academia se equivocaron y premiaron a películas notables.

Hago marcha atrás en el tiempo y a la cabeza me vienen las siguientes, vistas y revisitadas infinidad de veces: El francotirador (1978), Atrapado sin salida (1975), El padrino parte II (1974), El padrino (1972), Perdidos en la noche (1969), Tom Jones (1963), Lawrence de Arabia (1962), El apartamento (1960), El puente sobre el río Kwai (1957), Nido de ratas (1954), De aquí a la eternidad (1953), Los mejores años de nuestra vida (1946), Días sin huella (1945), Casablanca (1943), ¡Qué verde era mi valle! (1941), Lo que el viento se llevó (1939), Motín a bordo (1935), y Sin novedad en el frente (1930).

Si tenemos en cuenta la ínfima minoría de obras maestras premiadas por la Academia, llegamos a la conclusión de que en el cine, como en la vida, a veces hay justicia, por lo que el Oscar coincide con la posteridad ganada de antemano por algunas películas que marcaron época e incluso ayudaron a definirla, clásicos cuya grandeza no depende de haber ganado o no el Oscar.

En la lista de nominados de este año no hay ninguna perteneciente a este grupo. En esta ocasión nuevamente, tras 88 ediciones y 3.048 estatuillas entregadas desde el comienzo del premio, la Academia de Artes y Ciencias de Hollywood ha vuelto a demostrar que lo suyo no es distinguir ni premiar películas excepcionales, llamadas a transformarse en clásicos con el paso del tiempo.

En la lista de nominados de este año no hay ninguna perteneciente a este grupo

La democracia de opiniones pocas veces está al servicio de consagrar los grandes logros estéticos que originan el esplendor o lo facilitan. Por eso los votantes, de entre los 336 filmes elegibles para competir en la categoría de Mejor película confeccionaron una lista de las supuestas nueve mejores. Es una lista llena de altibajos, con más bajos que altos, en la cual se destacan filmes con buena manufactura técnica y destacadas interpretaciones, pero poco más que eso. La envoltura es mejor que el contenido, y los mensajes aleccionadores –la corrección política en todo su artificial esplendor– prevalecen por sobre la innovación estética, la cual en esta edición vuelve a ser nula.

En el epidérmico cine de hoy, saturado de superficiales artificios y efectos visuales de rápida disolución, lo mejor a disposición, como suele ser el caso de un tiempo a esta parte, hay que buscarlo en la categoría Mejor película extranjera.

Si bien en esta ocasión no aparece entre las nominadas ninguna obra maestra como La gran belleza (2013), homenaje explícito al cine de Fellini (no en vano la película tiene a Roma como centro de gravedad) que acentuaba los más mínimos detalles para generar un organismo visual latiendo con la lentitud propia de las obras barrocas, manieristas, esas que carecen de propósito por tener muchos y ninguno a la vez, hay entre las nominadas una muy destacable, la alemana Toni Erdmann, que figuró en mi lista de las cinco mejores del año pasado, y que seguramente será la ganadora porque, vaya extraña paradoja, los 6.687 votantes de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas tienen mejor criterio a la hora de elegir lo que viene de fuera que aquello producido por los estudios de Hollywood.

Así pues, más allá de los tradicionales errores y olvidos, sin los cuales el premio no sería lo que es, los Oscar están otra vez de regreso para recordarnos que solo el fútbol puede competir con el cine en cuanto a gran entretenimiento de masas, el único, igual que el fútbol, que nunca pierde vigencia.

Sabemos por anticipado que este domingo ninguna obra maestra será galardonada, pero eso no impedirá hablar por varios días seguidos sobre el logro de los ganadores.

Todo en esta vida es efímero –ya lo había dicho con palabras sabias el Eclesiastés–, incluso la espléndida y breve gloria asociada a la estatuilla dorada, la cual hace honor a la expresión popular, "no todo lo que brilla es oro", pues su oro es epidérmico; apenas un baño del costoso metal cubre a la inmóvil estatuilla por fuera.
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