La fiesta anual de la política internacional
Esto no desmoraliza a los presidentes ni a sus entornos. Cada año, el viaje a la ONU es como una fiesta de Navidad anticipada.
Viajar a Nueva York, codearse con pares y personajes del jet set político y económico, asistir a reuniones, cerrar negocios, hacer algunas compras y, entre tantos fuegos artificiales, disponer de unos minutos en el escenario principal para dirigirse al mundo.
En esos cinco minutos de fama global, los presidentes hablan con pasión, relatan las maravillas y los progresos que sus países han alcanzado en función de los objetivos irreales que las burocracias de la ONU han fijado.
Sobre todo, tratan de proyectar la imagen de estadistas escuchados y aplaudidos con atención por una Asamblea en la que raramente se enfoca al resto del público, ya que, en general, es una sala semivacía.
Sin embargo, luego, a través de la televisión, radios, portales y redes sociales, esta imagen es magnificada en sus respectivos países.
Pero detrás de toda esa parafernalia y los discursos omnicomprensivos, los dirigentes utilizan el espacio que les otorga cada año la Asamblea de la ONU para obtener algún rédito local, como diciendo: "Yo estoy aquí, pero mi oposición no". Finalmente, como afirman los expertos en el tema, toda política internacional es, en realidad, política nacional.
Tampoco es que tengan muchas posibilidades de hacer otra cosa. Son pocos los jugadores que logran que su intervención en la Asamblea de la ONU trascienda las fronteras y despierte clamores o, al menos, algún interés razonable.
Como en el mundial de fútbol, eso está reservado para los equipos grandes, para los presidentes de las potencias y, a veces, ni siquiera para ellos.
Todo el pasado por delante
La ONU fue creada después de la Segunda Guerra Mundial, a imagen y semejanza del mundo que entonces surgía, y, sobre todo, con el objetivo de evitar una tercera guerra mundial, cosa que logró, mérito contrafáctico que pocos le reconocen.
Por eso, hoy en día, 78 años, 11 meses y 28 días después de su fundación, en un mundo tan diferente, se ha convertido en una institución ineficiente, cerrada, cuando no anacrónica, pero que arrastra vestigios de un prestigio que aún le permite sobrevivir, al menos simbólica y presupuestariamente.
Es evidente y reiterado por expertos y analistas que la ONU reclama profundas reformas sobre las cuales los participantes de la Asamblea prefieren no avanzar. Sin embargo, al mismo tiempo, no renuncian a proponerse grandes objetivos de cambio planetario que nunca se logran cumplir.
En esta ocasión, la ONU ofreció a sus visitantes una nueva utopía: el Pacto para el Futuro. Un plan que plantea objetivos similares de acuerdos anteriores y que, como aquellos, difícilmente se lleguen a cumplir.
Además, hay una conducta algo masoquista, no solo en proponerse intentos quijotescos, sino también en exponerse al fracaso poniéndoles fecha de cumplimiento.
En un exceso de autoconfianza, se plantearon los Objetivos del Milenio para el año 2015, luego actualizados en la famosa Agenda 2030, y ahora este nuevo Pacto para el Futuro, que, con vistas a 2045, en apenas 20 años, pretende resolver temas que van desde el cambio climático hasta la gobernanza digital, pasando por la paz, la seguridad y los derechos humanos. Menuda tarea.
La ONU y la cruel realidad
Como ocurre también con otras instituciones internacionales, la ONU ha terminado siendo el continente de una burocracia muy bien pagada, con muchos privilegios que no quieren perder y que resiste no solo a la decadencia evidente de la organización, sino también a reformarla.
Para mantenerse, las burocracias de la ONU necesitan generar una nueva esperanza que justifique sus trabajos y, al mismo tiempo, los grandes presupuestos que manejan y la arbitrariedad con la que los pueden distribuir. Pero el fondo del problema no son ellos.
Como en toda asamblea, en la ONU gana quien tiene más votos. Y la alianza de países autoritarios, de izquierda, populistas e islámicos ha sido la mayoría durante muchos años.
Por lo tanto, las diferentes partes de la organización han sido también cooptadas por los representantes de estos países. Quizás el ícono de esto sea el Consejo de Derechos Humanos.
De sus 47 miembros, apenas 17 son considerados libres según el índice de Freedom House, y la misma cantidad son catalogados como democracias plenas o imperfectas por el índice de The Economist.
Los derechos humanos del mundo están en manos de países autoritarios, cuando no de dictaduras personalistas, teocracias o regímenes de partido único.
De esta manera, la ONU se ha mostrado mucho más interesada en condenar a Israel que en observar las violaciones sistemáticas de los derechos humanos en varios países de Asia, entre ellos China o Sudafrica.
Además, proclaman la defensa de los derechos de las mujeres, pero ejercen un relativismo cultural que permite a los países que integran mayoritariamente el Consejo de Derechos Humanos practicar formas medievales de tratarlas.
Por supuesto, esto incluye perseguir a los gobiernos liberales de centro y de derecha, exigiéndoles una obediencia inflexible al derecho internacional y castigándolos si se apartan aunque sea un centímetro de él.
Mientras tanto, se hace la vista gorda ante casos como el de Venezuela, la persecución de cristianos en África o la terrible dictadura de Myanmar.
Además, entre tantos objetivos nobles repetidos en cada Asamblea, todavía no se ha investigado la polémica actuación de la OMS durante la pandemia de la COVID.
Aun así, la ONU no renuncia a su intención de predicar a los países y a las personas cómo deben vivir, organizarse, qué comer, producir y qué vínculo deben tener con la religión y su cuerpo.
En definitiva, de ser una organización creada para evitar una tercera guerra mundial y coordinar la relación de los países del planeta, se ha convertido en el faro del pensamiento woke y de las estrategias de restricciones de la autonomía personal e individual.
Hoy, la ONU está más cerca del evento retratado en la película "Miss Simpatía" ("Miss Agente Especial" en España), protagonizada por Sandra Bullock, donde la corrección política, los egos y los negocios de los organizadores son los elementos que prevalecen detrás de discursos bellos pero inconducentes.
Todo sea por la paz en el mundo.
(*) Fernando Pedrosa es investigador y profesor en la Facultad de Ciencias Políticas de la UBA.