El infierno de Haití
El cólera hace estragos en el país más pobre del continente luego de Matthew
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30 de octubre de 2016 a las 05:00
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Por Azam Ahmed
New York Times News Service
Hay una plaga en esta localidad de Haití. Incluso antes de que los vientos y la lluvia derribaran casi todo lo que estaba en pie, el cólera ya estaba aquí en Rendel. Vino de las montañas, inundando las vidas de miles de personas que antes vivían por encima del nivel del río.
Ahora el único signo de vida está en una clínica improvisada que maneja cientos de casos de cólera sospechosos, un pequeño edificio de concreto donde algunas enfermeras luchan con los enjambres de pacientes que llegan cada hora.
Solo queda un funcionario público. El alcalde fue afectado por el cólera y se fue a pie a buscar tratamiento a horas de distancia. Un subalterno murió recientemente por la enfermedad. Otro huyó, como tantos otros, para escapar de la ruina que se abatió sobre la localidad de Rendel tras el paso del huracán Matthew.
El huracán azotó esta remota extensión de la península sureña de Haití, dejando un paisaje apocalíptico de un campo sin árboles, casas destruidas y un país despojado de sus riquezas naturales.
Pero, para muchos, la tormenta solo ha comenzado. El cólera, la enfermedad que fue el meollo del último desastre de Haití, se está propagando de nuevo.
Unas 10 mil personas han muerto y cientos de miles han enfermado desde que apareció por primera vez el cólera a fines de 2010. Científicos dicen que fue traído a Haití por los pacificadores de la ONU estacionados en una base que filtraba aguas de desecho al río.
Después de años de rechazar la culpa, Naciones Unidas reconoció "su propio involucramiento" en el sufrimiento que Haití está experimentando por la enfermedad.
Ahora, el cólera acecha a las áreas arrasadas por el huracán, una larga península de localidades costeras y aldeas montañesas donde el agua limpia ya era difícil de encontrar mucho antes de la tormenta.
Todos en riesgo
Aquí en la remota localidad de Rendel, a la que se llega tras un agotador recorrido de cuatro horas desde la carretera pavimentada más cercana, la enfermedad se ha extendido a todas las grietas de este valle y las colinas por encima.
"Todos estamos en riesgo", dijo el último funcionario en Rendel, Pierre Cenel, el magistrado.
La localidad de Rendel y sus alrededores, que antes albergaban a 25 mil personas, son el epicentro de un desastre potencial. Miles se han ido a pie, vadeando un río que llega a la cintura que da tantas vueltas que requiere nueve cruces a lo largo del camino. Las cosas que llevan son todo lo que les queda: bolsas de ropa y ganado pequeño. Portan la enfermedad, también, con destino a localidades conectadas con el resto del país por carretera.
Quienes se quedan son testigos del lento avance de la miseria. Las enfermeras heroicas atienden a los pacientes tendidos en el piso de la clínica como muñecas de trapo, algunos reposando sobre las improvisadas camillas en que llegaron. Los pacientes vomitan y defecan en el piso o en pequeñas cubetas amarillas, demasiado enfermos para dejar sus sofocantes confines. Los desechos son vaciados en un hoyo en la colina justo detrás de la clínica, a la espera de que la siguiente lluvia lo desborde de nuevo. El olor a bilis y excremento escoce las fosas nasales.
Una niña que llora es acunada por su madre mientras un goteo intravenoso introduce líquidos en su diminuto brazo. Un joven esposo alimenta a su esposa embarazada con atole caliente, soplando sobre cada cucharada mientras los pacientes se retuercen a su alrededor. Un padre besa la oreja de su hijo de 4 años para suavizar el sabor de la solución salina.
"Pasé la noche aquí con ella, pero la cama es demasiado pequeña para ambas así que dormí afuera y la estuve revisando cada hora", dijo Jean Romit Cadet, de 22 años de edad, el joven esposo, entregando la cuchara a su esposa e instándola a comer. "Si me enfermo, ni modo. Soy responsable por ella".
Habla por sí mismo
En la localidad, los ciudadanos han establecido una estación de limpieza al lado del camino, una operación sencilla con un tanque de agua clorada que era rociada en los zapatos y manos de quienes huían. Con cada partida, el temor de llevar el cólera a las ciudades más grandes era real.
La inmovilidad era interrumpida muy a menudo por otro paciente que se dirigía a la clínica, tambaleándose por los senderos rocosos o cargado por la familia. Algunas casas de concreto ofrecen el único recordatorio de la localidad que era. Las casas derribadas han sido apiladas junto con los árboles y ramas dispersos por la tormenta.
"Es como el fin del mundo", dijo Joseph Kenso, de 33 años. "Mire a su alrededor. El desastre habla por sí mismo".
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